Uno de cada diez niños tiene un padre indocumentado

Yo fui uno de esos niños. Crecí en un hogar moldeado tanto por la esperanza como por la incertidumbre. Mi padre vivió toda mi vida como indocumentado, hasta el día en que falleció. Quería una vida mejor para nosotros, pero en ese momento no había un camino legal viable para que obtuviera un estatus migratorio. Aunque, ya de adulta y como profesional del derecho, llegué a conocer las leyes de inmigración y tuve acceso a redes legales y recursos, mi padre nunca tuvo las mismas opciones que otros.
A principios de los 2000, mi padre fue arrestado por una infracción de tránsito, lo que finalmente llevó a que se abriera un caso de inmigración en su contra, un proceso que siempre había temido enfrentar por su cuenta. En 2007, cuando yo era estudiante universitaria, el caso de mi padre resultó en su salida voluntaria del país, separándolo de nuestra familia. El año que estuvo lejos se sintió interminable.
Finalmente, mi padre tomó la difícil decisión de regresar a Estados Unidos sin permiso legal. Aunque no puedo justificar su decisión, sentí alivio de haber tenido estos últimos años con él. A menudo pienso en cómo, si él hubiera seguido las leyes que lo mantenían fuera del país, nos habríamos perdido esos recuerdos juntos. La alegría de estar con él superó las complicaciones legales y emocionales. Sé que esta es una realidad agridulce para muchas familias obligadas a tomar decisiones imposibles.
Dicho esto, crecer con el miedo constante a la deportación de mi padre pesó mucho sobre mí. Cada vez que cambiaban las políticas de inmigración o escuchaba noticias sobre redadas, me aterraba. Las cadenas de medios latinos a menudo amplificaban la retórica alarmista, haciendo que la amenaza se sintiera aún más inminente. Temía cada cita en la corte de inmigración: ¿Regresaría mi padre a casa? ¿Lo perderíamos para siempre en un país que no veía desde hacía décadas?
Estas experiencias moldearon mi perspectiva, especialmente al inicio de mi carrera, cuando trabajé como asistente legal apoyando a sobrevivientes de violencia doméstica con órdenes de restricción, custodia e inmigración.
Vi los mismos patrones de miedo y trauma en las familias con las que trabajé. Las sobrevivientes enfrentaban no solo la violencia que habían soportado, sino también la amenaza constante de la deportación. Planificar su seguridad era increíblemente complejo; las amenazas no solo recaían sobre ellas, sino también sobre sus hijos, quienes, como yo, vivían con el miedo constante de perder a un padre.
Recuerdo haber hablado en varias ocasiones con sobrevivientes cuyos agresores amenazaban con llamar a las autoridades migratorias para denunciarlas. Al ver su estatus legal usado como arma en su contra, muchas se vieron obligadas a elegir entre seguir soportando el abuso o enfrentar la deportación y la separación de sus familias.
Este miedo y el impacto devastador de las políticas de inmigración mal dirigidas quedaron trágicamente reflejados en la reciente historia de una niña de 11 años en Texas. Sus compañeros de clase la acosaban sin piedad, amenazando con denunciar a sus padres para que fueran deportados. Incapaz de sobrellevar la carga emocional, la niña tomó la desgarradora decisión de quitarse la vida. Su historia subraya las consecuencias peligrosas y, a veces, mortales de la retórica incendiaria sobre la inmigración.
Estos niños, que ya cargan con el peso de ser parte de familias inmigrantes, son aún más traumatizados por el odio y el miedo que los rodea. Este es el tipo de daño emocional con el que crecí y algo que sigo presenciando en mi trabajo con familias que enfrentan la deportación.
La aplicación ética de las leyes de inmigración requiere una conversación más profunda sobre su impacto en las familias, especialmente en los niños. El trauma causado por las separaciones familiares no termina en el momento en que ocurren. Afecta la manera en que los niños crecen, cómo se ven a sí mismos y cómo interactúan con el mundo que los rodea. Las cicatrices emocionales perduran, moldeando a generaciones enteras.
Por mucho que desearía que mi padre aún estuviera aquí, me alivia saber que no tiene que vivir en el clima político actual. Incluso con mi experiencia profesional –conocimiento de las leyes de inmigración y acceso a recursos–, no pude lograr que su caso tuviera éxito. Su reingreso ilegal a Estados Unidos significó que nunca podría obtener un estatus legal. Las ideas erróneas y la desinformación sobre la complejidad de las leyes de inmigración llevan a muchos a criticar y juzgar a nuestra población indocumentada, sin comprender los efectos devastadores de estas políticas.
Hoy, la realidad de las familias indocumentadas es aún más difícil y desgarradora que hace 20 años. Para las sobrevivientes de violencia doméstica y trata de personas, el miedo a la deportación se suma al trauma que ellas y sus familias ya han experimentado. Pero las comunidades locales pueden marcar la diferencia organizándose en apoyo a sus vecinos indocumentados. Esto comienza con la educación, para contrarrestar suposiciones y juicios erróneos.
Las comunidades deben asumir la responsabilidad de cómo sus acciones contribuyen a una retórica dañina (y a actos concretos) que impactan profundamente a los niños más vulnerables. Además, contactando a nuestros representantes locales, podemos impulsar políticas que prioricen un trato humano y reconozcan los efectos devastadores que la deportación tiene en los hijos de inmigrantes indocumentados.
Todos podemos esforzarnos por tener mayor compasión y comprensión, en un momento en que las reformas draconianas parecen socavar nuestra empatía colectiva y nuestra humanidad esencial.
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