Cruzando líneas: la alcahuetería política
ARIZONA – Hace unos cinco años los vi por primera vez portando la bandera de las barras y las estrellas y con sus gorras de MAGA roja. Los vi emocionados y les costaba mucho disimular la excitación. Si su gallo ganaba, se volverían intocables; lo sabían y se lo saborearon. La política les dio el gusto: Donald Trump se convirtió en el presidente número 45 de Estados Unidos, a pesar de haber perdido el voto popular. En ese entonces, el sistema del Colegio Electoral les pareció muy conveniente. Ahora no.
Después de las elecciones generales de noviembre me los volví a encontrar. Eran menos, pero más extremistas. Los que quedaban tenían la mirada más penetrante, fija, como enajenada. Sus rasgos estaban endurecidos y la furia se les desbordaba en gritos. Sudaban fanatismo. ¿Cómo es posible que ese presidente que engrandecería América hubiera perdido en las urnas? ¡Fraude!, ¡fraude!, ¡fraude!, gritaban, pensaban y condenaban.
Hace una semana los vi de nuevo, ahora por televisión. Traían pancartas, banderas, armas y un ego herido. Estaban en Washington brincando bardas, rompiéndolo todo, como si un protocolo político fuera igual que un feminicidio, un abuso policial, un crimen de odio o una muerte racista. No, ellos no entienden la diferencia. Se escudan en su interpretación de las enmiendas y lo queman todo por un berrinche. La suya no fue una protesta, fue un revuelta disfrazada de libertad de expresión. El asalto al Capitolio es el espejo del privilegio blanco.
No fue un hecho aislado. Y aunque duela reconocerlo, es lo que somos. No caben las disculpas de decir: ellos no nos representan, porque son justo el reflejo de una sociedad fragmentada por la política. Ellos, los que portaban cuernos y rifles, se convirtieron en vándalos, demostraron que son el cúmulo de más de cuatro años sin consecuencias.
Durante la administración Trump se pasaron muchas líneas que se borraron al instante. No había marcha atrás. Normalizamos tanto, que ahora estamos pagando las consecuencias. No se trata de un discurso moralista, sino de una realidad. Permitimos mucho, bueno o malo, y ahora nos espanta.
Y todavía nos falta.
Trump cede pero no concede; no se hinca ante la tempestad. Sigue altanero, defendiendo un triunfo imaginario. No quiere dejar la Casa Blanca, le duele despedirse del poder, le hiere el orgullo saber que no saldrá por la puerta grande y que su capítulo en la historia sea mucho más corto del que había ambicionado. Revuelve a su gente así como se le revuelven las entrañas. Esto no se acaba. La violencia se siente todavía en el aire.
Hay grupos que alistan protestas para la próxima semana cuando se realice el cambio de poderes oficial. Trump ya dijo en su desaparecida cuenta de Twitter que no asistirá al acto protocolario. Su ausencia solo avivará la revuelta. Pero esa amenaza parece encantarle al magnate republicano. Sabe que los que se ven como él, con el cabello rubio y la piel blanca, tienen derecho a expresarse a como les venga en gana… pero no fueran negros o latinos, mujeres o gais, porque sería distinto: eso es lo que define su mandato, la doble moral sonsacada por la alcahuetería… y eso ya no nos espanta.