Cuadernos de la Pandemia / Los casinos, o cómo terminar de destruir las culturas nativas

Los más de 39 mil millones de dólares en ganancias que reportaron los 547 casinos tribales pueden verse como evidencia de una historia de triunfo o como el último paso hacia la desaparición de sus culturas, la asimilación y la adopción de los modelos de vida capitalista

“Con el tiempo vendrán las lluvias, o tal vez no.
Hasta entonces, nos tocamos los cuerpos como heridas—
la guerra nunca terminó y de algún modo comienza nuevamente”
(1)
—Natalie Díaz, poeta mojave, Arizona

Cuando uno transita por las carreteras de muchas regiones de los Estados Unidos es inevitable ver las grandes vallas publicitarias con anuncios de casinos que invitan a un imparable mundo de diversión, con juegos de azar, espectáculos musicales, hoteles y restaurantes. Estos anuncios abundan también en la televisión, internet, los periódicos, revistas y en los medios sociales. Es tan grande el negocio de los casinos que tienen sus propias agencias publicitarias. Pero, contrario a lo que podría pensarse a primera vista, esta propaganda no se refiere a los casinos de Las Vegas, la trivialmente legendaria “ciudad del pecado”, llamada así en buena parte por los casinos y el tipo de vida que se supone se mueve a su alrededor. Los casinos a que nos referimos aquí son los cientos ubicados dentro de reservaciones indígenas, y cuyos gestores y administradores son, en buena parte, nativos estadounidenses.

Para cualquier persona medianamente informada de las sangrientas políticas de exterminio, esclavitud, desplazamiento, segregación, esterilizaciones forzadas, adoctrinamiento y discriminación que han enfrentado las poblaciones indígenas desde los tiempos de la colonia hasta hoy, no deja de ser intrigante por qué y cómo casi la mitad de las 574 tribus, comunidades o naciones indígenas sobrevivientes del país, han terminado convertidas en espacios de juegos de azar. La manera como nos acerquemos a esta historia depende del cristal con que se la mire.

Por una parte, los más de 39 mil millones de dólares en ganancias que reportaron los 547 casinos tribales el año pasado (2), puede verse como la evidencia de una historia de triunfo, basada en la resistencia y tenacidad, donde los nativos que participan en este negocio han logrado una posición de poder económico y una relevancia social para sí mismos y ante la sociedad que los ha marginado desde siempre. O puede verse desde el otro extremo: el último paso hacia la desaparición de sus culturas, la asimilación y la adopción de los modelos de vida capitalista, como el único camino a la supervivencia. O si se quiere, puede verse como un punto intermedio entre esas dos orillas. Una especie de acuerdo con lo mejor de los dos mundos, como si tal malabarismo pudiera darse sin consecuencias.

Dado que el presente no puede ser entendido sin una historia precedente, hay que enlazar el surgimiento de los casinos nativos como parte de los nuevos escenarios de la más antigua historia nacional de subyugación y resistencia, de aniquilación y resurgimiento, de saqueo y reclamo de soberanía tribal. Durante la colonia, los ingleses se apoderaron a sangre y fuego de los territorios del noroeste del país. Pero pusieron como límite de sus conquistas los Montes Apalaches, la cordillera que atraviesa varios de los estados del este. Sin embargo, con la independencia de Inglaterra en 1776, los recién constituidos Estados Unidos empezaron una campaña de conquista hacia el oeste de los Apalaches, que en cuestión de menos de cien años terminó por apoderarse de 7 millones 700 mil kilómetros cuadrados, en los que vivían, según el etnohistoriador Henry Dobyns, alrededor de 18 millones de nativos de distintos pueblos y culturas. Para lograr este avance, promovido por la ideología supremacista anglosajona del destino manifiesto (que afirma que Dios los llamó a apoderarse de estas tierras de océano a océano), exterminaron, esclavizaron y redujeron a los sobrevivientes a vivir confinados en reservas dadas en fideicomiso por el gobierno federal.

Entre los muchos atropellos y vejámenes que los nativos han tenido que enfrentar desde entonces, estuvo la Ley de Remoción de Indios (Indian Removal Act), firmada por el presidente Andrew Jackson en 1830. Esta ley autorizó al ejército a expulsar de sus tierras ancestrales a decenas de miles de indígenas de los estados del sureste, a fin de que los nuevos colonos blancos pudieran establecerse en ellas, por ser tierras fértiles para la agricultura y para que los colonos blancos en estos estados avanzaran “rápidamente en población, riqueza y poder”, como afirmó Jackson en su discurso a la nación ese mismo año. Entre las numerosas justificaciones para arrebatar las tierras a los nativos, el presidente Jackson dijo en ese mismo discurso: “Es cierto que esas tribus no pueden existir rodeadas de nuestros asentamientos y en continuo contacto con nuestros ciudadanos. Ellos [los indios] no tienen ni la inteligencia, ni la industria, los hábitos morales, ni las ganas de mejorar, que son esenciales para cualquier cambio favorable en su condición. Establecidos en medio de otra raza superior, y sin apreciar las causas de su inferioridad ni tratar de controlarlas, necesariamente deben ceder a la fuerza de las circunstancias y desaparecer antes de mucho tiempo” (3).

En los siguientes años, poblaciones enteras de seminoles (de Florida), creeks, cherokees (de la actual Georgia, en cuyas tierras los colonos habían descubierto oro), choctaws y chickasaws, entre otros, fueron arrancados a la fuerza de sus territorios tribales, pese a que muchos de estos pueblos ofrecieron una feroz resistencia. Decenas de miles de nativos con identidad, y una rica cultura e historia, fueron obligados a irse de sus tierras en carretas, o a pie, con sus animales y algunas pertenencias desde los actuales Mississippi, Alabama y Tennessee, y llevados más al oeste, a los actuales estados de Arkansas y Oklahoma, a reservaciones que el gobierno federal llamó Territorio Indio. Tierras que, como casi todas las reservas, están localizadas en terrenos no aptos para la agricultura ni la ganadería y con muy escasos recursos naturales. Los cherokees habrían de llamar a ese desplazamiento forzado, el Sendero de lágrimas. Al menos 100 mil cherokees, hombres, mujeres y niños, tuvieron que abandonar sus tierras; en el camino, no menos de 15 mil murieron de hambre, frío, fatiga, maltrato y enfermedades. Ni este pueblo, ni ninguna de las tribus desplazadas, pudieron volver jamás a sus territorios originales.

Un punto de inflexión en este desalojo territorial fue la Ley Dawes de 1887 o Ley de Propiedad Individual, cuya finalidad última era buscar la desaparición de las poblaciones indígenas, forzándolas a mezclarse de manera individual con el resto de la sociedad. Hablar de mezclarse, por supuesto, era, y es, un eufemismo, dada la radical segregación étnica, racial y social que ha caracterizado a los Estados Unidos. La ley buscaba en realidad seguir arrebatándoles las últimas porciones de tierras nativas en las reservaciones, cuyas parcelas podían ahora ser vendidas legalmente por los indígenas a la población blanca, y ellos y sus familias irse a vivir en pueblos y ciudades, en los vecindarios más empobrecidos.

Una de las promotoras de esta ley de asimilación, la antropóloga Alice Fletcher, afirmó que por medio de esta ley, “el indígena puede convertirse ahora en un hombre libre; libre de la esclavitud de la tribu; libre del dominio del sistema de reservas; libre para formar parte de nuestra ciudadanía. Este proyecto de ley, por tanto, puede ser considerado como la Carta Magna de los indígenas de nuestro país”. Por su parte, el congresista Henry Dawes, quien promovió esta ley, expresaba “su fe en el poder civilizador de la propiedad privada con la afirmación de que ser civilizado consistía en ‘usar ropa civilizada… cultivar la tierra, vivir en casas, andar en carros Studebaker, enviar a los niños a la escuela, beber güisqui [y] tener propiedad’” (4).

Los efectos de la Ley Dawes fueron desastrosos. Las reservas indígenas hasta ese entonces consistían de un promedio de 150 millones de acres. Tan solo 20 años más tarde, los nativos habían perdido 90 millones de acres, el equivalente a dos tercios de esa tierra, y los beneficios para los nativos fueron prácticamente nulos en lo económico, debido a que terminaron recibiendo mucho menos dinero que el prometido, y el escaso dinero se gastó en poco tiempo. Uno de los mayores efectos de esta ley fue el deterioro de la cohesión cultural y espacial de los nativos, con la casi desaparición del sistema de reservas.

Dicha ley estuvo en vigencia hasta 1934, cuando fue reemplazada por la Ley de Reorganización Indígena (Indian Reorganization Act), después de que el gobierno concluyera un estudio que revelaba la brutal pobreza de las reservas, la desnutrición, el hambre, la muerte prematura por falta de cuidado a los infantes, y los abusos de todo tipo cometidos en los internados, donde eran enviados los niños para rechazar su cultura y lengua y ser reeducados en la cultura anglosajona. La nueva ley, promulgada en plenos comienzos de la Gran Depresión, fue parte del Nuevo Pacto (New Deal) del presidente Franklin D. Roosevelt. Con ella se detuvo la venta de territorios indígenas a los no nativos, y se asignaron nuevas tierras de fideicomiso para que funcionaran como reservas indígenas. Hoy día, la gran mayoría de los 56 millones de acres en que se localizan las reservas son tierras en fideicomiso, propiedad del gobierno federal, y solo un 5 porciento son tierras compradas por individuos de esas tribus, con título de propiedad, pero con leyes que restringen su uso.

Dos aspectos destacados de la nueva ley de 1934 es que garantizaba la autonomía de las tribus para gobernarse a sí mismas y establecía nuevas relaciones legales con los estados; como siempre, claro está, bajo la tutela y las imposiciones del gobierno federal. Como resultado de estas nuevas realidades, los nativos organizaron en 1944 el Congreso Nacional Indígena Estadounidense (National Congress of American Indians), que ha mantenido una lucha por sus derechos y su reparación como pueblos originarios. Sin embargo, las limitaciones de maniobra para crear una mejor infraestructura interna y las desiguales relaciones con los gobiernos estatales siguieron manteniendo marginadas a estas poblaciones, como lo siguen hasta hoy.

La década de los 60 traería un momento importante en la historia de los nativos estadounidenses, cuando se sumaron al movimiento nacional por los derechos civiles. Fue el tiempo del Movimiento Chicano, las Panteras Negras (Black Panters), Martin Luther King, Jr. y Malcolm X, como figuras prominentes de los afroestadounidenses, y los Young Lords puertorriqueños. Entre ellos, miles de indígenas, sobre todo los más jóvenes, crearon el Movimiento Poder Rojo (Red Power), enfocado en la lucha por la completa autonomía y en renovar el trabajo del Congreso Nacional Indígena. Contribuyeron también a formar el Movimiento Indígena Estadounidense (American Indian Movement) y el Concilio Nacional Juvenil Indígena (National Indian Young Council), orientados a organizar un movimiento de desobediencia civil por el derecho a administrar sus territorios y tomar sus propias iniciativas de desarrollo financiero, con el lema acción masiva, militante y unificada.

En 1979, pocos años después de que el movimiento por los derechos civiles había entrado en una etapa más pasiva en el activismo sociopolítico, la tribu de los seminoles, en Florida, comenzó a reemplazar sus tradicionales espectáculos con cocodrilos, que por años fue una manera como algunos miembros de la tribu atraían turistas y se ganaban la vida. En su lugar, abrieron el primer salón de bingo manejado por indígenas de los Estados Unidos. Debido a que, según la Ley de Reorganización Indígena de 1934, los estados no pueden intervenir en ciertas decisiones tribales, el estado de Florida no pudo prohibir el juego del bingo. Este salón de juegos se convirtió luego en un casino exento de impuestos, y en pocos años era ya un negocio millonario.

El segundo caso fue el de la nación cahuila, de la cual forman parte las Reservas Indígenas Cabazon y Morongo, en el sur de California. En 1980, los cabazon comenzaron un club de póquer que enfrentó la oposición de las autoridades locales del condado de Riverside. Por medio de abogados, la tribu llevó su demanda por el derecho a tener juegos de azar ante las autoridades de California, algunas de las cuales querían vincular estos juegos con la criminalidad. Los cahuila cabazon elevaron su pleito ante la Corte Suprema de Justicia. En 1987, la Corte promulgó la célebre Decisión Cabazon sobre el derecho de los indígenas a tener juegos de azar, enfatizando que las leyes de California no catalogaban estos juegos como actividades ilegales, y que más bien los auspiciaba a través de la lotería estatal.

En 1988, bajo el gobierno de Ronald Reagan, se aprobó la Ley de Reglamentación de los Juegos de Azar en Territorio Indio, que inició la era de los casinos a nivel nacional. Ese mismo año se creó la Comisión Nacional Indígena de Juegos de Azar (National Indian Gaming Commission) para servir de ente regulador, entre otras cosas, para la distribución de los beneficios económicos, incluyendo juegos sociales y de beneficencia, bingo, casinos y máquinas tragamonedas. En la actualidad, después de 35 años, hay 547 casinos tribales activos en 248 reservas indígenas en 29 estados del país. Algunas reservas son dueñas de más de un casino y salones de juego, ubicados en la misma reserva, en otras comunidades indígenas, o cerca de las reservas.

Los casinos tribales que se anuncian en grandes vallas publicitarias, han llegado a convertirse en el segundo mayor generador de ganancias por juegos de azar en el país, con un ingreso, solo en el año fiscal de 2021 a 2022, de más de 39 mil millones de dólares, como se mencionó anteriormente. (El primer generador de ganancias por juegos de azar es el conjunto de casinos y casas de juego no-indígenas a nivel nacional, que en el mismo período obtuvo ingresos de más de 60 mil millones de dólares).

Como sucede por lo regular en el mundo de los negocios, los casinos indígenas también dependen de inversionistas, asesores y administradores externos a la tribu, que a menudo son los verdaderos dueños. Estos inversionistas y personas no-nativas controlan las operaciones del casino y los demás negocios con los que están asociados, y por tanto las ganancias están altamente diversificadas y distribuidas en una red compleja de empleados, accionistas y beneficiarios.

En este punto, volvemos a las preguntas iniciales de cómo y por qué casi el 50 por ciento de las reservas indígenas derivaron en espacios para el negocio de los juegos de azar y apuestas. Una razón básica es porque la mayoría de las reservas indígenas no tienen recursos naturales suficientes, y carecen de otros medios para generar ingresos. En el proceso de conquista y desplazamiento de los nativos, los colonos anglosajones se apoderaron de las mejores tierras cultivables y con fácil acceso a sistemas de riego por su cercanía a diversas fuentes de agua. El Sistema de Información de Territorios Nativos (Native Land Information Systems), reportó en 2017 que el 86.33 porciento de las mejores tierras de cultivos estaban en manos de agricultores no-nativos, que tenían un 81.10 porciento de esas tierras adecuadamente irrigadas. En cuanto a ganadería, los no-nativos tenían la vasta mayoría de vacas y terneros (72.16 por ciento) y el 99.80 por ciento de terrenos para cultivo de vegetales. La investigación concluyó que, como consecuencia, las reservas indígenas “apenas lograban producir [para su propio consumo], un 12.89 por ciento de los productos agrícolas en sus propias tierras… y esta disparidad racial en la agricultura en las tierras nativas es cada vez peor” (5).

Los nativos encontraron, pues, una vía de gestión económica en los casinos y una industria turística de juegos de azar y entretenimiento que no les requería ni depender de la tierra árida donde están sus reservas, ni de la ganadería, ni de otras iniciativas industriales y empresariales, para las que nunca habían tenido apoyo del gobierno nacional ni estatal, ni de la empresa privada. Los casinos no fueron una varita mágica, pero sí un proyecto viable, porque habrían de encontrar inversionistas y gente ajena a las tribus que estaba dispuesta a ser parte del desarrollo de ese proyecto. No hubo antes el mismo entusiasmo para ayudar con otras posibles formas de desarrollo. Con los años, muchas tribus se embarcaron en esa aventura que ha demostrado darles un éxito medible ante todo en términos económicos. Éxito que a la vez está marcado por una gran desigualdad entre los casinos, debida en buena parte a las facilidades de acceso y de qué tan cerca o lejos están de las ciudades de donde vienen sus clientes.

Entre quienes defienden la existencia de los casinos indígenas están los que consideran que esa ha sido la forma como algunas tribus han logrado salir de la pobreza y la marginación históricas. Los  miles de millones de ingresos parecieran mostrar por sí solos el músculo económico de esta industria, en cantidades antes inimaginadas por las comunidades indígenas. Pero hay que tener en cuenta que, por las regulaciones del gobierno nacional y estatal, muchas de esas ganancias deben ir a diversas fuentes, como escuelas, programas sociales, pagos a empleados, impuestos a los salarios de los empleados, mantenimiento, ayudas a tribus que no tienen casinos y contribuciones a programas sociales fuera de la reservas, entre muchos otros. Además de esto, la industria de los casinos indígenas resulta una gestión conveniente para el gobierno federal, porque reduce dramáticamente lo que tendría que aportar en inversión social y de infraestructura en las tribus. El gobierno termina obteniendo así más ingresos que gastos en las tribus que tienen casinos y promoviendo una forma de asimilación cultural.

A pesar del auge de los casinos nativos, más de la mitad de las tribus del país (incluyendo las de Alaska y Hawaii), se han resistido a entrar en el mundo de los juegos de azar. Muchos de sus líderes y demás personas de las tribus expresan preocupación en el sentido de que el tipo de vida que involucra este negocio terminará por debilitar y destruir aún más sus culturas, valores y tradiciones. Detrás del éxito comercial y económico de los casinos hay numerosos problemas que este negocio añade a la situación vulnerable de la población nativa.

Algunos de estos problemas saltan a la vista. En internet, por ejemplo, pueden verse documentales, como el titulado Native Americans Casinos: A Cursed Fortune? Opulence, Cons and Tribal Expulsions (Casinos de nativos estadounidenses: ¿una fortuna maldita? Opulencia, contras y expulsiones tribales). Este documental aborda problemas internos, como la distribución de las ganancias, en la cual hay una enorme desproporción. En ocasiones algunas familias son excluídas de recibir beneficios, porque se considera que su blood quantum no es suficientemente indígena. El blood quantum es la cantidad de “sangre indígena” que se le atribuye a cada persona de la tribu, basada en una ecuación matemática que determina la porción de sangre del individuo, basada en los registros originales de la tribu, que luego se cuentan en las listas del censo. En la actualidad hay casos de familias que han pertenecido por generaciones a la tribu, que han sido excluidas de los beneficios económicos de los casinos, porque los líderes tribales no reconocen que tienen un blood quantum suficiente para considerarles miembros legítimos. De esa manera, los administradores de los casinos evaden el tener que repartir ganancias con ellos. Esto ha producido pleitos legales, conflictos y divisiones en el interior de las tribus.

En términos proporcionales, la riqueza generada en el 45 porciento de las tribus que tienen esta industria no ha logrado revertir significativamente las condiciones de pobreza en que sigue viviendo la mayoría de los más de seis millones de personas que se autoidentifican como nativos, y en particular de los que viven en las reservas. Críticos nativos señalan también el aumento de la corrupción entre los lideres comunitarios, las denuncias de manejo indebido de las ganancias, chantaje y soborno. Muchos de ellos ven la economía de los juegos de azar y las apuestas, como contraria a los valores que han tenido por siglos. Apuntan también al aumento de crímenes relacionados con la actividad de los casinos, como el tráfico de personas, desaparición de personas (sobre todo de muchachas indígenas adolescentes), el incremento del alcoholismo, la drogadicción, la prostitución, el suicidio, la división y desigualdad entre las tribus y la deserción escolar. Muchos de esos problemas están presentes también en las tribus que no tienen casinos, como en los casinos no-nativos.

Desde hace tiempo los indígenas participan, casi inevitablemente, en mayor o menor medida del estilo de vida de la sociedad estadounidense: capitalismo, individualismo, influencia cultural de los medios de comunicación, medios sociales, educación, trabajo en el campo, o en las ciudades. Mantener la cultura tradicional propia en el mundo contemporáneo, es un ejercicio de reafirmación difícil, aunque muchos de ellos, hombres y mujeres, luchan para que no desaparezcan sus idiomas, costumbres, danzas, creencias religiosas, vestuario y hábitos de alimentación.

 En esas condiciones, ¿será posible para las comunidades, pueblos y tribus mantener esa esperanza en el presente y futuro, cuando las tierras donde viven pertenecen al gobierno federal y su autonomía es prácticamente inexistente? ¿Será posible avanzar para que la economía generada por los casinos no termine por destruir sus culturas, y en cambio se traduzca en diversificar y encontrar nuevos caminos de autodeterminación y producción colectiva, con tecnologías sostenibles, de las cuales han sido gestores y guardianes durante siglos?

La poeta mojave Natalie Díaz, profesora de poesía moderna y contemporánea en la Universidad Estatal de Arizona, quien lucha por preservar la lengua de su pueblo, tiene claro que la guerra nunca terminó y de algún modo comienza nuevamente. Una y otra vez. Una lucha contra la asimilación y el materialismo de un gobierno y una sociedad dominantes, que buscan mantenerlos sujetos a sus propias condiciones. Repensando y reencontrando siempre un camino propio a su existencia en esta tierra, que fue, y sigue siendo, su tierra original nunca cedida.

Fuentes citadas:

1) Postcolonial Love Poem. Natalie Díaz. Graywolf Press, 2020.
2) “Indian gaming revenues hit record $39 billion despite COVID-19”, por Acee Agoyo. Indianz.com, 10 agosto, 2022.
3) “President Andrew Jackson’s Message to Congress ‘On Indian Removal’” (1830). Milestone Documents. National Archives. Consultado 20 febrero, 2023.
4) “Roots of Progressism” (Raíces del progresismo). Nebraska Studies, 30 de junio de 2017.
5) “The Racial Disparity in Agriculture on Native American Reservations”. Native Land Information System. Consultado el 22 de febrero, 2023.

Libros recomendados:

The Other Slavery. The Uncovered Story of Indian Enslavement in America, por Andrés Reséndez. First Mariner Books edition, 2017.
An Indigenous People’s History of the United States, por Roxanne Dunbar-Ortiz. Beacon Press, 2014.
Unworthy Republic. The Dispossession of Native Americans and the Road to Indian Territory, por Claudio Saunt. W.W. Norton & Co., 2020.
Indian Gaming and Tribal Sovereignty: The Casino Compromise, por Steven Andrew Light and Kathryn Rand, University Press of Kansas, 2005.

Este artículo fue apoyado en su totalidad, o en parte, por fondos proporcionados por el Estado de California y administrados por la Biblioteca del Estado de California. 

Autor

  • Valentín González-Bohórquez

    Valentin González-Bohórquez es columnista de HispanicLA. Es un periodista cultural, poeta y profesor colombiano radicado en Los Ángeles, California. En su país natal escribió sobre temas culturales (literatura, arte, teatro, música) en el diario El Espectador, de Bogotá. Fue editor en Barcelona, España, de la revista literaria Página Abierta. Es autor, entre otros libros, de Exilio en Babilonia y otros cuentos; Historia de un rechazo; la colección de poemas Árbol temprano; La palabra en el camino; Patricio Symes, vida y obra de un pionero; y Una audiencia con el rey, publicados por distintas editoriales de Colombia, España y los Estados Unidos. Ha publicado numerosos ensayos sobre literatura y es co-autor, entre otros libros, de Otras voces. Nuevas identidades en la frontera sur de California (Editorial A Contracorriente, North Carolina State University, 2011), The Reptant Eagle. Essays on Carlos Fuentes and the Art of the Novel (Cambridge Scholars Publishing, 2015) y A History of Colombian Literature (Cambridge University Press, 2017). Es profesor de lengua y literaturas hispánicas en Pasadena City College, Calif.

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