Estas cosas que vemos, por Alex Ramírez-Arballo

No me importa caer en un pozo sin fondo si he tenido entre mis brazos el amor hecho carne, si he bebido y comido y salido a andar por los montes en días de cielos claros y aires frescos, si he disfrutado a mis dos o tres amigos en torno a la mesa de la alegría en noches de borracheras interminables

Me apasiona la realidad.

Me declaro fervientemente enamorado de la vida como es y no como quiero que sea o como debería ser según sean los ideales del observador: me resultan mucho más interesante las burbujas que suben hasta la espuma en un vaso de cerveza que toda la literatura que jamás se haya escrito en la tierra.Recuerdo muy bien que cuando era niño, en un momento determinado, solo, caminando sobre un trozo de desierto en Sonora me hice esta pregunta: ¿Por qué hay algo en lugar de nada? A mí me parecía y me sigue pareciendo lo más lógico: la nada en lugar del algo, que es un milagro o un absurdo: antes nada y, de pronto, una mano, un ojo que ve, una sonrisa de niño. Así de ridículo.

No sabía, no podía saber que esa pregunta que me hacía de novedosa no tenía un pelo, que muchos años antes de mi nacimiento toda una escuela de filosofía se había cuestionado de la misma manera, seguramente porque los pensadores que la conformaban habían sido seducidos como yo por el prodigio universal contenido en cada miligramo de vida cruda.

La existencia es una imperfección, aúlla Sartre; yo digo que si el escritor francés tiene razón, ha de ser entonces la más hermosa imperfección que jamás se haya creado.

Pero, lejos de los aullidos existencialistas de corte oscuro y amargado, lo mío va, como sabrán quienes me honran con su lectura, por otro lado.

La riqueza de la vida es tal que sentirse defraudado es un acto de estupidez o de ingratitud; ahora mismo, en este preciso momento, me rodea lo que amo, que es tan escaso que bien pudiera caber en dos o tres maletas. Por si fuera poco, he corrido las cortinas de la ventana y a través de ella observo el sol del nuevo día, espléndido y generoso como siempre. No ha nevado hoy y en la hierba ya muerta veo el ir y venir de las ardillas afanosas que aprovechan todo lo que pueden para reunir sus semillas y sus bellotas.

El silencio es total y solo lo interrumpen mis dedos corriendo a toda prisa por el teclado o el sorbo de café (colombiano, por supuesto) que de vez en cuando doy para hacer un poco de tiempo y pensar con claridad las cosas que quiero decirte en esta página. Creo que me bastaría sentarme el resto de la mañana frene a la ventana para escribir un grueso libro, una larga crónica de esta realidad sutil que ondula frente a nuestras narices como una bandera o un fuego infinito.

Como te dije, la revelación de la vida me encontró caminando, y así también me encontró la literatura, que para mí no es otra cosa que una forma del testimonio, incluso en las ficciones más desaforadas. Todo pasa por nosotros, se reelabora, transmuta y vuelve a la realidad en forma de palabras. Ahí está, en la novela o el poema, un girón de vida vivida, de conciencia personal del mundo.

Por eso ahora, que me hago viejo y crezco, comprendo lo que muy joven apenas intuía: las palabras son umbrales de un más allá que es un más acá, un aquí y ahora, encarnado, humanísimo e inexplicable. La realidad dada es apenas una plasta de materia inerte, pero cuando la observamos, cuando nos fijamos en ella y decidimos sujetarla gracias al artificio literario, entonces ocurre el milagro y esa realidad dada se convierte en una realidad vital, consciente y vastísima.

El texto literario es la concentración de las intuiciones, los deseos, las obsesiones –y hasta los delirios- de quien lo escribe; no puede decirse que le deba nada a la realidad por la sencilla razón de que el texto otorga un sentido a lo real, lo vuelve más rico.

La vida y la literatura me encontraron caminando, pensando, sintiendo el tiempo en mi cuerpo y mi conciencia, en mis preguntas y dudas, en mi curiosidad y en mis manías y corrupciones, mis angustias o en mi optimismo que según el decir de algunos amigos lejanos es absolutamente injustificable. Soy un rehén de las palabras y ante ellas caigo de rodillas con la ferviente disposición de los creyentes.

Podría pasar el resto de mi vida y de mi muerte uncido a la pesada rueda del molino verbal que libre y alegremente he elegido como destino personal. La abundancia del compromiso me excita.

A donde quiera que voy -con la pasión del viejo observador de burbujas de cerveza- atiendo los “cuadros de vida” que se cruzan en mi camino: una calle, una flor endeble que da un alarido silencioso y lucha por sobrevivir en una grieta en el concreto, la mirada de un perro guía, el amanecer entre las ramas del bosque dormido, una esquina donde un predicador anuncia el inminente juicio de Dios, un bar de irlandeses lleno de solitarios barbudos, una montaña de nieve azul, el magisterio luminoso y siniestro de

Manhattan, un plato dispuesto de comida nostálgica en una mesa para uno, el fuego benigno de mi chimenea, el cuerpo lánguido de mi hijo, mi propio rostro, siempre familiar y siempre extraño en el fondo del espejo de la madrugada.

Por eso me volví cronista.

Por eso desplegué las velas de la poesía, que es la llama más sutil, un sublime gesto de fe en uno mismo como observador de la vida que pasa como un río revuelto, una corriente de formas y sonidos; un poeta no es un profeta, es un testigo.

Por eso es que me volví filósofo a ras de suelo, observador de las grietas en los muros, pensador con todos los sentidos. Estas cosas que vemos no cesan y giran como las aspas de un molino que canta y cuenta, que nos seduce con los atributos de un prestidigitador infinito.

Mi deber es estar ahí, salir a caminar cada mañana con la emoción del niño que fui y que salía con curiosidad exaltada hacia el primer día de escuela; así mismo, salir a la calle, entrar en la esfera de lo público, la cosa común, donde campea la bestia humana y observarlo todo, cronista y poeta en mi carne, y filósofo mestizo, hombre de fe y predicador virtual de la iglesia de la fe en la voluntad y la alegría, notario de las luces y las sombras de una calle con almas y cuerpos ambulantes, con coches y charcos de agua cuajada de cristales donde se retrata el cielo nebuloso de Pensilvania.

Eso soy.

No hay acto más revolucionario en esta hora del mundo que el de aceptar la realidad como es, no como queremos que sea. Aceptar el escenario cotidiano del amor y los cuchillos, las injurias y los lamentos, la injusticia –ese amargo pan de cada día-, el fulgor de la vida que se rehace, los frutos del espíritu, la belleza y el horror, los malos y los peores, los tibios y los furiosos, la agonía de un día a día que nos lleva como en un tren hacia un puente roto; pero debemos cantar, caray, cantar al menos en este poco tiempo que nos es dado, porque el haber visto este mundo, aunque fuera un poco, es para mí un pago muy justo.

No me importa caer en un pozo sin fondo si he tenido entre mis brazos el amor hecho carne, si he bebido y comido y salido a andar por los montes en días de cielos claros y aires frescos, si he disfrutado a mis dos o tres amigos en torno a la mesa de la alegría en noches de borracheras interminables.

No temo a la muerte ya, temo más no ser fiel a mis deberes de tinta y de papel. Cuando me engendraron en mujer, Dios puso en mí -lo creo- una sed de vida que yo he hecho oficio de escritor omnívoro. Estoy bien así, yendo y viniendo y contándoles todo lo que veo, siento e imagino. Estas cosas del mundo nos sobrevivirán y estarán aquí cuando ya estemos muertos, enterrados y olvidados por todos. ¡Qué bueno!

P.S. Y me vienen con la chingadera esa del “terror a la página en blanco”. ¡No me jodan!

Además

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36 Aforismos: Para llegar a viejo es mejor esperar, por Rafael Carvajal

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Álex Ramírez-Arballo. Profesor de cultura y literatura latinoamericanas en la Pennsylvania State University. Doctor y maestro en literaturas hispánicas por la University of Arizona. Poeta y escritor. En el mundo académico imparte cursos de lengua y literatura latinoamericana, así como un taller de composición para hablantes nativos durante las primaveras.
A la fecha ha publicado cinco libros de poesía, uno de crónicas y un libro de ensayos: Las comuniones insólitas (ed. UNISON 1998); El vértigo de la canción dormida (Ed. UNAM 2000); Pantomimas (Ed. ISC 2001); Oros siempre lejanos (Ed. ISC 2008); Las sanciones del aura (Ed. ISC 2010); en crónica: Como si fuera verdad (Ed. ISC 2016). Su libro de ensayos se titula Buenos salvajes –seis poetas sonorenses en su poesía (Ed. ISC 2019).
Ha sido ganador de premios de poesía a nivel local (Sonora) Libro Sonorense (2000, 2010, 2015 y 2017) y nacional, como el premio Clemencia Isaura (1999), los Juegos Trigales del Valle del Yaqui (2001), mención honorifica en el premio Efraín Huerta de poesía (2001), así como los premios binacionales Antonio G. Rivero (1998) y Anita Pompa de Trujillo (2006).
Ha sido articulista de El Imparcial (Hermosillo), La Opinión (Los Ángeles) y actualmente es escritor en la revista iberoamericana Letras Libres.
Sobre su obra poética, el Diccionario de escritores mexicanos dice: “La poesía de Álex Ramírez-Arballo se proyecta como una exploración dentro de los territorios del pasado, la oscuridad y la ausencia. Esta sensación de vacío surge porque los elementos verbalizados son definidos no por lo que son, sino por lo que un día fueron: la infancia, el amor, el lenguaje, etcétera. En sus poemas proliferan las imágenes relativas al fenómeno de la mirada, la enunciación poética, el inconsciente y los procesos del sueño”.

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