La piedrita invisible, un cuento de Alex Ramirez-Arballo
Comencé a sentirme muy incómodo tocado por el pánico que derivaba aquella muchacha. Esto que diré es una tontería, probablemente, pero aquel terror salía de su cuerpo y me alcanzaba a mí también, me fastidiaba como una punzada eléctrica
Voy a contarles una historia que he querido contar hace tiempo.
No me he atrevido a hacerlo porque tengo ciertos escrúpulos a la hora de hablar de esas cosas que se vuelven “tendencia” y que en muchas ocasiones son abordadas por personas que buscan, sobre todo, reflectores, atención, aplausos.
No es mi caso, lo juro por todo lo sagrado.
Solo quiero, como he dicho, contar una historia, concretamente una historia de miedo con final feliz. Todo esto que voy a decirles, además, realmente sucedió, no es ficción, es real.
Esto me pasó a mí hace muchos años, cuando era todavía muy joven y solía ser un peatón que iba y venía por la ciudad a todas horas. A mí me gustaban esas largas caminatas porque me ayudaban a clarificar los pensamientos y calmar los demonios de la ansiedad, que han vivido en mí desde que me engendraron en el vientre de mi madre.
En fin, el caso es que yo era un caminante funcional, un hombre que todavía no llegaba a los veinte años y que, como en el famoso poema de Pessoa, llevaba en mi cabeza “todos los sueños del mundo”. Así iba por la vida, con la feroz ingenuidad de mi juventud.
Una noche, no me acuerdo la hora —pero imagino que ya era tarde— regresaba de algún lugar que tampoco recuerdo. La calle estaba desierta y había llovido; esto sí lo sé bien porque todavía me parece sentir el aire fresco que me acariciaba los cabellos como si fuera una mano invisible.
Como ha sido costumbre mía desde hace mucho tiempo, al caminar suelo hablar conmigo mismo; no cuento historias, más bien diserto sobre temas que traigo enredados en la cabeza. “Doy clases” a una multitud de fantasmas o explico algunas cosas con el mayor detalle posible frente a entrevistadores imaginarios; esto me entretiene y me ayuda a organizar todas las estanterías del intelecto. En fin, esa noche, pues, iba hablando a grandes voces, moviendo enfáticamente las manos cobijado por las sombras bienhechoras que un alumbrado público deficiente me proveía.
Me iba aproximando a una intersección donde debía girar a la derecha. En ese momento los ladridos de un perro me alertaron de una figura humana que cruzaba la calle allá adelante, por la avenida: una mujer.
Era muy joven y atractiva, caminaba sobre pasos sonorosos. Llevaba una bolsa colgando de un hombro con una correa y la sujetaba con una de sus manos, como si su propia vida fuera en ella. Me acerqué a la intersección y ahí giré hacia la derecha, de tal manera que ahora yo iba en la misma dirección que la mujer, aunque ella ya me aventajaba unos cuantos metros: había apresurado el paso.
Maldije mi suerte porque no podía continuar con mi monólogo. No faltaba mucho para llegar a casa, pero aquella inoportuna me había interrumpido en un momento particularmente delicioso de mis interminables explicaciones del universo. Apresuré el paso para llegar más rápidamente a casa y echarme en la cama para descansar; la mujer aceleró el paso en la misma proporción. Yo quería pasarla, dejarla atrás para recuperar de nuevo la intimidad de mis reflexiones en voz alta, pero ella insistía en competir conmigo. Me acercaba lentamente a ella porque mis pasos eran más largos, así que poco a poco fue definiéndose cuando atravesábamos algunos de los pocos conos de luz de las farolas: era una muchacha, como dije, guapa, de formas mujeriles precisas, compactas; estaba tan cerca de ella que el viento, que no dejaba de jugar con mis melenas (por aquel entonces indómitas) me traía también el sabor pastel de su perfume.
Pero había algo más en el ambiente, algo más que la belleza, el aroma de la lluvia reciente o el sonido de sirenas lejanas. Había algo más, invisible pero real, que poco a poco fue haciéndose evidente incluso para alguien tan ensimismado y torpe como yo:el miedo.
Comencé a sentirme muy incómodo tocado por el pánico que derivaba aquella muchacha. Esto que diré es una tontería, probablemente, pero aquel terror salía de su cuerpo y me alcanzaba a mí también, me fastidiaba como una punzada eléctrica.
El miedo es un asunto físico.
Me sentí atrapado. Pensé en trotar un poco, acercarme y decirle que no se preocupara, que yo no era una amenaza para nadie, salvo para la literatura, pero prudentemente pensé que eso podría ser peor: era tal la tensión que disipaba aquella pobre criatura que seguramente hubiera caído desmayada por el terror. Pensé que podía detenerme y dejar que ella se alejara, aunque tal vez aquello le hubiera parecido igualmente raro e iba a incrementar el nivel de sufrimiento que ya tenía metido en sus carnes. ¿Qué hacer?
Opté por la teatralidad. Esto fue lo que hice: me acerqué al borde de la acera y me senté, me quité el zapato derecho y lo puse de cabeza, luego le di unos golpecitos, como solemos hacer cuando alguna piedrecilla se ha colado en nuestro calzado y nos inoportuna la marcha. Repetí aquel simulacro varías veces, dando tiempo para que aquella muchacha, que seguro lo veía todo de reojo, se adelantara y agradeciera a todos los santos del cielo por haber respondido sus oraciones.
Efectivamente, se fue alejando, liberada y feliz, de mi presencia, hasta que se perdió para siempre. Yo ya me había puesto el zapato y estaba pensando en aquella piedrecita metafísica que me había servido para dejar de ser el malo de una repentina película en la que, sin deberla ni temerla, me había visto envuelto. Ella no sabía, por supuesto, que siempre he sido un cobarde, que de haberse aproximado unos maleantes de verdad a ella y a mí no nos hubiera quedado más remedio que tomarnos de la mano y salir corriendo, dando gritos, como niños. Ella suponía justificadamente la cercanía del peligro en cada uno de mis pasos. Yo, que como he dicho, soy ansioso, conozco bien lo que es el miedo, sé que puede convertirse en una jaula, en un infierno particular sin puertas de emergencia. No tenía más remedio que aliviarla de semejante carga.
Me sentí libre de aquel miedo compartido por dos desconocidos, así que lo celebré encendiendo un cigarro, fumando deleitosamente en una noche de verano en el desierto, una noche después de la lluvia, una noche en aquella ciudad ruinosa que huele siempre a carne asada.
Una noche en la que, ahora lo entiendo bien, el monstruo había sido yo.
Llegué a casa, me arrojé a la cama y dormí como duermen lo que tienen el cuerpo cansado y el corazón tranquilo: sin moverme y sin soñar.