«La banalidad del mal» y el régimen de Bukele

"Está en los hombres y mujeres honestos, justos, incapaces de aceptar la bestialidad como política, o el autoritarismo, el cinismo y la imposición como método de gobierno, asumir la misión de que el infierno no se repita..."

El concepto de banalidad del mal fue introducido hacia 1961, en el análisis de la condición humana, la filosofía y la crítica social por Hannah Arendt (1906-1975), en el marco de su cobertura del juicio contra el criminal de guerra nazi Adolf Eichman, que la intelectual alemana realizara para The New Yorker. Su trabajo se conoció como Eichman en Jerusalén.

Representó el intento de respuesta de Arendt a sus reflexiones acerca de la condición del ser humano, que tiene que ver con la capacidad del individuo, pero también de grandes masas de personas consideradas como “normales” en una sociedad dada, es decir que no sobresalen del común, pero que puestas ante determinadas circunstancias son capaces de cometer o aceptar -es decir, ser activos actores o cómplices por omisión-, de acciones horribles, sádicas y brutales, impropias de seres humanos; y todo ello sin que necesariamente sientan algún tipo de conflicto de conciencia, remordimiento o que lleguen tan siquiera a considerar tales hechos como inaceptables.

Así explica acciones como la crueldad deshumanizada de las SS en los campos de concentración nazi, pero también la masiva y pasiva aprobación por una parte importante de la sociedad alemana, de las atrocidades cometidas por esas fuerzas. Una sociedad que se comporta “civilizadamente” de acuerdo a lo que -sin cuestionar, reflexionar o pensar tan siquiera en ello- califica como “la costumbre”, es decir aquello que les resulta “natural”.

Para Arendt, el que el acusado Adolf Eichman no sustente sus actos en fuertes convicciones ideológicas o morales resulta, incluso, más aterrador que el mismo hecho en sí. ¿Por qué una persona normal, que ni es aparentemente malvada ni tiene mayores pretensiones que las de cumplir órdenes, se involucra en tamaña maldad?, se pregunta.

A nivel individual, toma el caso de Eichman, precisamente por no tratarse de alguien en apariencia particularmente monstruoso, fanático, demente o con una clara inclinación hacia la brutalidad homicida. Lejos de ello, Arendt observa que Eichman no sentía ningún remordimiento, porque estaba convencido que cumplía órdenes, y jamás las cuestionaba. Era incapaz no solo de pensar en ello sino hasta de cuestionar si era correcto o incorrecto hacer lo que se le ordenaba. Pero tampoco era un autómata; no obra sin capacidad de autonomía personal, sino con un anhelo arribista en el entorno social y político en que se desenvolvía. He allí el horror de la situación. Personas comunes y corrientes son capaces por oportunismo, conveniencia, dogmatismo, fanatismo, o simplemente por desidia mental, ejercer por sí misma violencias monstruosas y deshumanizantes contra otros seres humanos o, en grandes masas, tolerar y aceptar esos hechos degradantes como parte de una normalidad.

Decía Arendt, en referencia a los campos de concentración nazis, pero también a la actitud de toda una sociedad: “Sé que es posible, el infierno ha sucedido, puede volver a suceder”.

Al mirar la actualidad, no solo la contemporánea sino la de las últimas cinco o seis décadas, es decir aquella historia profeta con la mirada vuelta hacia atrás, como nos enseñaba Eduardo Galeano, comprobamos que ese infierno ha vuelto a suceder en muchas partes del mundo, una y otra vez, repetitivo hasta lo insoportable en nuestro continente.

El infierno se materializó en los miles de muertos chilenos, argentinos, uruguayos, brasileños, paraguayos y bolivianos que bajo las alas de un Plan Cóndor terminaron desapareciendo, pero siguen reapareciendo una y otra vez en la conciencia de la humanidad que se niega a su deshumanización.

Del mismo modo, el Perú de Alberto Fujimori fue un infierno que nos mostró otra sociedad capaz de tropezar con su misma piedra histórica. Aquel dictador genocida que en su momento gozó de un prestigio y respaldo popular inigualado, hoy guarda una rigurosa prisión, donde casi con seguridad acabará su vida, sin que ello sea óbice para que el movimiento neofascista por él creado conserve en Perú un alto grado de apoyo en una parte de la conservadora sociedad peruana.

Si recordamos a Arendt y también a Fujimori al tratar de escribir algunas reflexiones acerca del gobierno del salvadoreño Nayib Bukele, es porque en cuatro años su gestión se ha caracterizado por inquietantes maniobras que nos vuelven a apuntar desde la historia hechos pasados que parecen volver a repetirse, no como farsa en su segundo acto, como nos señalara Carlos Marx en su 18 Brumario de Luis Bonaparte, sino como tragedia infinita para los pueblos, tal cual sucediera en sus inicios.

Los medios de comunicación del mundo nos repiten a diario, y nos insisten las fuerzas más conservadoras y de derecha neofascista del continente, que la popularidad del autócrata salvadoreño es no solo envidiable, sino que debe ser emulable; que sus métodos funcionan, no importa si trasgreden groseramente las fronteras de la legalidad, la constitucionalidad, los derechos humanos, e infinitos derechos ciudadanos, que definen habitualmente a los Estados constitucionales y sociales de derecho. Por lo tanto, para estos admiradores, el fenómeno debe reproducirse en sus respectivos países.

Y allí es donde el recuerdo de Arendt y sus advertencias cobran vida. A fuerza de discursos de odio, revanchistas, confrontativos, que no ahorra insultos hacia quienes presenta ante la sociedad como “los enemigos del pueblo”, el régimen de los Bukele ha transformado la sociedad salvadoreña en una masa acrítica que aplaude cualquier acción que alegue ser ejecutada en favor del pueblo.

Pueblo. Un concepto abstracto que no representa para el clan en el poder más que una expresión genérica sobre el que se apoya para justificar todas sus aberraciones, sus violaciones masivas de derechos humanos, sus discursos que no solo juzgan sino que condenan a morir en prisión a quienes el presidente, al estilo de los monarcas absolutistas, considera culpables; morirán por enfermedades o maltratos, o simplemente porque, según afirman en más de una ocasión los funcionarios del régimen, encargados de la seguridad y las prisiones, no saldrán de esas celdas hasta que acaben su vida.

Detenidos en cárcel de Quezaltepeque. Amnistía Internacional ha denunciado las condiciones deplorables de la situación de derechos humanos en El Salvador de Nayib Bukele. FOTO: NS

No distinguen entre culpables o inocentes, todos son culpables hasta que quienes tienen el poder total y totalitario lo decidan. Hace décadas el mantra de la complicidad con las dictaduras del sur era que “algo habrán hecho” los que desparecían como desvanecidos en el aire del terror militar; hoy el lema es “los delincuentes no tienen derechos, porque se los arrebataron a sus víctimas”. Todo se justifica, todo se tolera desde una sociedad castrada de todo valor moral; gradual y crecientemente incapaz de reprobar la maldad institucionalizada, por miedo, por desidia o, como señala Arendt, por holgazanería mental.

Cuerpos policiales y militares destinados no solo a capturar delincuentes o cualquier tipo de “sospechoso”, sino también a declararlos culpables, condenarlos y encerrarlos. Y no hacen esto al abrigo de las sombras de la noche, sino que sus jerarcas lo anuncian a todo pulmón en programas de gran audiencia, como el jefe de la Policía, Arriaza Chicas, que aseguró que “los policías son jueces en las calles”, sin que la afirmación haya causado estupor alguno.

Una sociedad que, lejos de sus raíces históricas, combativas y liberadoras, ha mutado en una cada vez más similar a aquellas descriptas por Arendt, sin más emociones que el odio al diferente o hacia aquel que identifican como el origen de sus males. Una sociedad cuya actitud ante la muerte y el dolor parece cada vez más la de un cuerpo anestesiado e insensible, sobre todo si ante cada atrocidad, el gobierno le asegura que “es por su propio bien”.

Esa sociedad entrega su libertad. A cambio de falsas sensaciones de seguridad (falsas, porque nunca nadie estará seguro sin reglas claras, sin justicia independiente, sin derecho a defensa y a ser considerado inocente hasta que no se demuestre lo contrario), depone gustosamente derechos y libertades; preciosas gotas de libertad que desprecia hasta que empiece a ser consciente de que ha perdido o entregado también la escasa dignidad que iba quedando.

¿Es acaso este fenómeno irreversible? Por supuesto que no. Tampoco es cierto que toda la sociedad salvadoreña ha sido cooptada por esta banalidad del mal; queda el reducto de la digna resistencia de sectores populares, cuyo campo de batalla son las ideas, los desmentidos, las advertencias y alertas desde redes sociales y medios alternativos, pero también desde la calle, desde la lucha y la resistencia, casa por casa, para recuperar el corazón y la mente de cada persona, porque si es verdad que el infierno ya ha ocurrido, y puede volver a suceder, está en los hombres y mujeres honestos, justos, incapaces de aceptar la bestialidad como política, o el autoritarismo, el cinismo y la imposición como método de gobierno, asumir la misión de que el infierno no se repita, y que tampoco se traslade, como una enorme mancha de aceite, de sangre y muerte a otras partes de nuestro continente.

Autor

  • Raúl LLarull

    Raúl Llarull (Buenos Aires, Argentina). Periodista y comunicador. Militante internacionalista. Nacionalizado salvadoreño, es miembro del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional, FMLN, de El Salvador.

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