Los huecos de la Navidad
Trato de empacar en dos maletas lo que apenas me cabe en el corazón de este año. Es complicado, es buscar llenar huecos con bufandas y zapatos con calcetines navideños. Es como jugar un tetris que parece un poco más jenga. No es la ropa ni los abrigos, es lo que cargamos cada vez que nos vamos. Es ir y venir en hogares que se sienten nuestros y son ajenos, pero en los que crecimos. Lo echamos todo aquí, apretado, con tal de llevar los brazos libres para apapachar a los que más queremos. ¡Cómo me gusta esta época!
Qué fecha escogió Dios para llevarse a papá
No romantizo su muerte ni mucho menos su ausencia. Celebro su presencia como en los atardeceres que, como ya les había contado, se me hacen la muestra más real de que los finales también pueden ser bellos. Y lo recuerdo. Lo siento. Lo sueño. Lo veo en mis hijos y pienso que él quizá también veía el reflejo de sus ancestros en mí. Pienso en ese misterio de la familia que no conocimos, mientras abrazamos -si tenemos suerte- a los que nos llenan de vida.
Mis hijos están creciendo tan rápido que este año me dediqué, según yo, a espolvorearles un poco de magia. No tardan en empezar a cuestionar los regalos debajo del árbol, la historia de un hombre bonachón que recorre el mundo en una noche, la esencia del encantamiento navideño y esa inocencia que vamos dejando morir poco a poco a puro golpe de realidad.
En ese afán de llenarlos de luces, copos de nieve, cuentos y chocolates caliente, entendí que, aunque no haya nada más, ellos son mi llama… ellos son el espíritu de todas mis navidades. Con ellos revivo a mi padre, mi inocencia, mis sueños, mis ganas de escribirle a Santa… ese fuego que nos alborota el pecho. Entonces comprendo que yo también lleno con sus sonrisas y ocurrencias mis recovecos; soy una maleta humana llena de recuerdos, haciendo espacio para un par de memorias más.
Festejar la magia de los hijos es celebrar la Navidad
Siempre me ha encantado esta fiesta. Decoro, con poco talento y habilidades de diseño de interiores, nuestra casa. Hay figuras de Santa, duendes y ángeles mal acomodadas por todos lados, nuestro arbolito no se adorna con el tema más trendy de la temporada, uso suéteres navideños deslavados y escucho los mismos villancicos de los 90 que oíamos en casa de mi mamina cuando ella nos preparaba el pavo. No hay nada espectacular en nuestra celebración, pero está lejos de ser ordinaria. Ellos la hacen aún más especial.
Me encanta recorrer los laberintos de luces, el zoológico adornado, los jardines con luminarias, los trenes que van al Polo Norte imaginario y esa nieve que nos hace sentir que estamos en invierno, aunque la temperatura nos recuerda que estamos más cerca del infierno. Y me encanta hacerlo con ellos. Es redescubrir el mundo y despertar la capacidad de asombro. Es entender que es necesario sacudirse esa magia y entender que crecer también es parte del proceso. Es verlos cada vez más de ellos y menos míos. Es saber que soltar también es un regalo de Navidad.
Pero aún me toman de la mano. Es distinto. Buscan mis brazos por compañía y no por protección; me tocan, se pegan, rodean mi cintura y se cuelgan de mi cuello porque quieren hacerlo; un acto muy salvaje de amor. Y después de uno de mis intentos de bañarlos de espíritu navideño, después de caminar unos 12 mil pasos, mi hijo me apretó la mano y me dijo con cariño: “tenemos mucha suerte de que seas nuestra mamá, eso es todo lo que pedimos para Navidad”.
Ahí morí poquito de amor. De esas veces que se encoje el estómago y sientes un pequeño infarto. Mika, más seria y juiciosa como es, solo asintió. Ahora sé que puedo vaciarlo todo, puedo viajar ligera, lo único que necesito es esto. ¡Feliz Navidad! Que sus manos y brazos estén llenos y su corazón en busca de huecos; porque los tesoros no se cargan, se viven, se sueltan, se recuerdan y te dicen mamá.