Las berenjenas, un cuento de Adriana Briff
Ahora nadie depende de ella, sólo su vida. “Si me fallo yo, me falla todo”, se dice en las mañanas para darse ánimo, para encontrarle la vuelta al tedio de las ventanas quietas y a la inmovilidad de los picaportes.
El arrullo de las palomas la pone de mal humor. No es ese el barullo que desea oír, ni saber que esas aves de vuelo corto, adaptadas a la soledad urbana, son su fiel compañía. “Bichos de mierda” dice y las espanta golpeando el escobillón contra la tela metálica de la ventana que da al pozo de aire. Después se ríe de ella misma convertida en una vieja cascarrabias anti palomas.
De ese recuerdo no se olvida, estaba en segundo grado y amaba a su maestra. Una tarde, la señorita le preguntó: ¿qué te gustaría ser cuando seas grande?” – ¡Un pájaro! contestó absorta, imaginando que sus brazos eran esas alas que había visto en el diccionario ilustrado. Las orejas le ardieron al escuchar las risas de sus compañeros de clase. Durante toda la primaria su apodo fue “la pajarona”.
Ese recuerdo le devuelve la risa y la memoria. Busca el delantal que ya casi no usa. Toma el cuchillo y corta las berenjenas sin pelar. Pasa las rodajas por el huevo batido y las empaniza. La bandeja azul enlozada, que su suegra le regaló para un aniversario, se va cubriendo. Cuando cierra el horno siente que se cierran también esos recuerdos.
Prepara la mesa. Sus manos ya no son las mismas que supuraban de eczema en los años difíciles, cuando la plata no alcanzaba, cuando ardían y explotaban en ampollas blancas. Igual no dejó de coser a mano el guardapolvo normalista de doce tablas, ni de planchar con extrema prolijidad las camisas oficinistas, con rociador y almidón, ni de encerar regularmente la escalera de mármol, para que la casa no pareciera tan desmejorada después de las lluvias. La humedad brotaba como ojos desorbitados por las paredes. Ella sentía que todos los días tenía que encontrar las respuestas exactas, superar los trances de la escasez que su empeño transformaba en abundancia.
“Medio pajarona fui” se escucha decir. El hablar sola la asusta pero luego se calma. “Le pasa a todas las personas que viven solas, lo dijo la psicóloga en el programa de la tarde y no hay por qué preocuparse”.
Abre el horno con la agarradera de crochet que tejió su madre, una reliquia de la ternura.
El peso de la fuente le debilita los brazos. Su cuerpo cansado busca la silla. Las milanesas de berenjena no quedaron mal pero su paladar ha dejado de sentir los sabores. Todo le sabe a cartón. “No sé para qué cociné” repite en voz alta y se pone un pedazo de comida en la boca. Mira la mesa y piensa en esos lugares vacíos, en la muerte, en las partidas y en ella, la única sobreviviente de esa familia de tres hermanos sin abuela.
La nostalgia no es su bote y por eso jamás mira las fotos que tiene guardadas en el fondo del armario de su dormitorio. Prefiere transitar por otras aguas y guardar en secreto su soledad primogénita. Tenía seis años cuando se escondía a hamacarse en la oscuridad de la última pieza de esa casa chorizo que alquilaba la familia. Su madre al darse cuenta de su ausencia iba a buscarla. La encontrarla moqueando y entonces le preguntaba ¿Qué haces acá sola, por qué llorás? Ella avergonzada por no saber explicar de dónde venía ese dolor, decía: “lloro porque no tengo abuela”.
Ahora siente ternura por esa nena que fue y sonríe. Hace tiempo que ya no necesita llorar. Hace tiempo que sabe que las preguntas rara vez tienen respuestas.
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