El revés del fin del mundo, un cuento de Adriana Briff

Para mi primo Gabriel, que partió hace casi tres años a vivir a su catedral sumergida.

En esos meses en que el encierro confinó al mundo, el aire se arropó de voces y silencios que dejaron pinceladas de óleos en los sueños. La historia se dobló y los habitantes quedaron hermanados en el aislamiento. 

El pasado cayó sobre el futuro e hizo del presente una línea sin punto. La muerte sobrevino como la asfixia, y los pulmones fibrosos eligieron no recordar la desolación. 

La existencia quedó deshilachada. Por esos intersticios, la vida se fue acomodando como el cociente de una división mal resuelta. 

Algunos eligieron el olvido como una frazada para cubrir la intemperie. Emilia eligió caminar. 

Todas las mañanas cerraba la puerta de su casa, se calzaba unas zapatillas reforzadas y cruzaba el bolso de tela verde sobre su pecho abrigado con la campera azul. Las llaves, un cuaderno, un lápiz y un compás eran los elementos que llevaba para colectar los mensajes que le llegaban desde el cosmos. 

Durante ese tiempo extraño, salía a buscar palabras, a rescatarlas para ponerlas al resguardo de ese mundo que iba desapareciendo. 

El viento de agosto había doblado las hojas hacia el este y dibujaba un puente de nubes para que los salmones no perdieran el rumbo de los ríos.  

Regresaba con su cuaderno en blanco, como si una amnesia de kilómetros le hubiera pasado por encima. Sin embargo, la imposibilidad de su tarea no la desanimaba. Al otro día, ilusionada, retomaba su propósito. Antes de salir, veía en el espejo su imagen y pensaba que el fracaso del día anterior le había acontecido a otra Emilia, por la que sentía una enorme compasión. Así retomaba su tarea. 

Después de horas y horas de caminata, Emilia regresaba antes del atardecer y dejaba siempre sus zapatillas fuera de la casa, al costado del felpudo de yute. Quería evitar que ese virus flotante entrara a su hogar. Entonces pensaba en las tradiciones japonesas, en las prolijidades de otras culturas ignoradas por su civilización y que ahora sólo se escuchaban desde el eco de la muerte. 

Al otro día, nuevamente abrigaba sus pies en las medias oscuras de algodón y antes de introducirlos en las zapatillas, vaciaba sobre la maceta, donde años antes había florecido un jazmín, una lluvia de arena y partículas de tierra recogidas durante la caminata. 

En la noche, Emilia encendía una vela. Mirándola veía todas esas palabras que habían atravesado su mirada, pero ya había olvidado sin poder guardarlas en su cuaderno: el terciopelo negro de los pájaros atravesando los campos de cardos amarillos, el cuerpo escurridizo de un conejo hurgueteando con su hocico los bígaros violáceos; la brevedad de una mariposa monarca sobrevolando sobre los lentiscos. 

Emilia sentía que una fuerza ancestral le cubría el cuerpo de memorias intraducibles, sonidos que se perdían en garabatos, una energía nativa que le llegaba desde esas plantas que crecían sobre la costa. Su mano quedaba sostenida en el aire, observando un tiempo escurridizo que se parecía a la eternidad. 

Durante tres años repitió esta rutina y vacío meticulosamente, sobre la maceta desolada, las cargas orgánicas que se iban acumulando. 

Una mañana, después de la última aparición lunar en el cielo de agosto, Emilia fue a ponerse sus zapatillas, cuando notó que una fuerza brotaba desde el arco de sus pies. Confundida, obedeció a ese instinto que entraba por su cuerpo. Repitió su ritual de tierra, pero partió descalza. 

Atravesó las calles sintiendo el rugoso cemento. La humedad de la noche fue cubriendo el contorno de sus pies y una presión desnuda se apoderó de su cuerpo.  

Sintió que desde sus extremidades crecían raíces y una inmovilidad de tronco le endureció la espina vertebral. De sus brazos brotaron ramas con diminutas hojas verdes que se movían haciéndole cosquillas en la piel. Emilia se río y de sus dientes salieron flores de amapolas y lirios que se enredaron en su pelo.

Los pies descalzos de Emilia ahora saltaban y cada vez que tocaban el suelo, escribían un pedazo de texto que los rayos del sol del nuevo día iban iluminando. 

Así llegó a su casa. En la maceta desértica había brotado nuevamente el jazmín. Rebosante de pétalos, cada uno guardaba un mensaje escrito con savia oscura. Emilia lo fue leyendo, girando la maceta sobre sus ojos. 

“Dentro de cada noche vive la panza de una luna desbordada.” Ella inventa la palabra “blanco” porque el brillo no puede definirse. Los párpados son cajas de bambú guardando los secretos de las memorias quemadas por Qin Shi Huangdi y las realidades se tocan en los estantes de la Biblioteca de Alejandría. Los signos se abrazan dibujando los ojos de la humanidad, esa suma de ideogramas que recuerda al ADN del amor inscripto en nuestra sangre. El dolor de lo indecible, ese milagro de nubes que al chocar con el olvido nos llueven sobre la historia.

Cuando finalizó su lectura de 360 grados, el cielo se oscureció y un eclipse de sol se extendió sobre su asombro. 

Emilia vio su historia y la de todos los seres, escrita sobre un enorme arco iris desarmado. 

Fue el revés de la amnesia. La calma de la luz rebautizó el mundo y la historia se desdobló para que de sus fuelles emergieran abrazos. Para volver a respirar.

Autor

  • Adriana es educadora en el Distrito de San Carlos, California.Tiene una licenciatura en Comunicación Social de la Facultad de Ciencias Políticas, de la Universidad Nacional de Rosario. Madre de Dante, un joven autista de 23 años, Adriana disfruta en escribir crónicas diarias, que ella ha titulado "Fotos con palabras". Sus textos pueden verse en Facebook. También ha publicado en las revistas Urbanave y en Brando, del Diario Nación y Página 12 Rosario.

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