No encajar
Estoy aprendiendo a florecer en los lugares más áridos de mi ser; a construir en la incomodidad. Así le hacemos los migrantes
Qué incómodo es esto de no encajar. Es una molestia que nos recorre el cuerpo hasta llegar a la boca del estómago y nos hace arquear la espalda. Es como un vacío que no se llena de mariposas, sino alborota las palomillas más oscuras del ser. Es complicadísimo. Es sentir como si la gente nos apretara o nos quedara grande, como si la vida viniera en unitalla y no pudiéramos llevarla al sastre.
Hay lugares que me provocan escalofríos emocionales y me hacen sentir incómoda en todas las maneras correctas; me obligan a estirarme, me truenan los huesos, me jalan y me obligan a dejar de aferrarme a esa caja en la que me encerré con la seguridad el confort y las ganas de decorar lo conocido. Hay otros que simplemente me arrasan y me fuerzan a cuestionarlo todo… y más a mí misma.
Me cuesta, pero estoy aprendiendo a florecer en los lugares más áridos de mi ser; a construir en la incomodidad. Así le hacemos los migrantes: la fuerza la tenemos en las manos y en esos centros que nadie más ve.
Por eso, quizá, floreamos en el desierto, aunque no sea primavera.
No cualquiera lo entiende y a uno se le acaban las ganas de explicarlo. Pero a veces, solo a veces, no hacen falta las palabras con aquellos con los que compartimos los demonios y podemos estar en paz en nuestra eterna agonía por encajar. Son muy pocos. Según pasan los años, se me hace más difícil encontrarlos. Entre más vieja, me cuesta más ver a través de los caparazones ajenos. Con el tiempo vamos perfeccionando nuestro camuflaje.
Hoy les escribo incómoda desde una caja en la que me he colocado a mí misma y me parece muy grande. No encajo ni me moldeo. No es el tamaño lo que me abruma, sino con quienes la comparto. Ocupan demasiado espacio y yo se los cedo sin más reparo al minimizarme. Pero hay instantes como este en el que me vuelvo gigante. Detrás de una pantalla, con el teclado desgastado y los dedos temblorosos, dejo salir las palabras que se me atragantan. Solo entonces soy, estoy, me expando y reclamo ese espacio que yo misma cedí cuando me estaba ahogando.
Esa asfixia es también una catarsis personal y solo la conciencia plena de lo que nos roza y nos quema puede ser el bálsamo. Y me curo sola, con el vendaje que me dio la fuerza de migrar, parir y amar. Ya no peleo con embarazoso que es sentirse fuera de lugar; ya no me da pena crecer rodeada de espinas ni me justifico por tomar mi espacio. Es ahí cuando descubro que en realidad no quiero encajar ni que me encajen. Que la incomodidad es el regalo más valioso que los otros, me pudieron dar.