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Cuadernos de la Pandemia / La cantidad de idiomas que se hablan en este país “es horrible” (Parte I)

La agresión que Trump hace contra las personas que hablan idiomas diferentes al inglés, no son nuevas ni exclusivas de su propaganda electoral oportunista y racista. Es parte de una narrativa nacionalista estadounidense entre personas que sienten amenazada la imagen mitológica y espúrea de Estados Unidos como un país de blancos europeos del norte y angloparlantes

El lenguaje también es un lugar de lucha.
—bell hooks, escritora, poeta y activista afroestadounidense

De todos es bien sabido que el aspirante a la presidencia de los Estados Unidos por segundo término, Donald Trump, odia los idiomas aparte del inglés. Bueno, no odia todos los idiomas. Solo aquellos que habla la gente cuya presencia en los Estados Unidos le resulta indeseable. O a quienes le resulta políticamente rentable atacar porque encuentra eco en millones que han sido alimentados con el mismo odio deshumanizante. Entre esos idiomas, y debido a la masiva y siempre creciente presencia en el país, está el español. De allí que una de las primeras cosas que ordenó al tomar posesión como presidente en enero de 2017, fue eliminar la versión en español de la página de internet de la Casa Blanca. El personal encargado dijo que era temporal, mientras rediseñaban el sitio web, pero en sus cuatro años en la presidencia nunca volvió a publicarse en español.

En los últimos meses, el ingreso por la frontera sur de migrantes haitianos, le ha dado nuevas oportunidades al candidato republicano para despotricar contra el creole haitiano y los idiomas de migrantes africanos, asiáticos y de América Latina, incluyendo el Caribe, que también llegan por esa misma frontera. A principios de marzo de este año dijo que estos migrantes, “hablan idiomas que nadie ha oído jamás en este país”. Y añadió, con su clásica jerga pueril pero peligrosa, “es algo horrible”.

Estos son los mismos migrantes a los que el ex-presidente, y actual convicto de 34 delitos, acusa de estar “envenenando la sangre de nuestro país”. Una expresión que no por casualidad aparece más de una vez en el capítulo 11, “Nación y raza” del manifiesto Mi lucha, de A. Hitler, texto que fue usado para desatar la persecusión contra judíos (su principal objetivo), romaníes, negros y eslavos, entre otros, que consideraba “razas” inferiores. Y en una entrevista de radio el pasado 7 de octubre, avanzó aún más su agenda racista contra los migrantes: “En este momento tenemos muchos genes malos en nuestro país. Más de 425,000 personas entraron a nuestro país que no deberían estar aquí, que son criminales” (1); una retórica supremacista, y esta sí criminal, que fomenta la discriminación y la violencia racial, y que le sirven para ganar votos en las elecciones de este 5 de noviembre.

Lo que resulta irónico, si no tuviera consecuencias funestas para cientos de miles de personas en condición vulnerable, es que sea precisamente este empresario metido a político quien ataque a personas que no hablan inglés en los Estados Unidos, cuando él mismo es nieto e hijo de inmigrantes que llegaron a este país huyendo de la pobreza en Europa, y para quienes el inglés no era su idioma natal. Su padre, Fred Trump (o Trumpf, como era el apellido original), nació en Nueva York de padres inmigrantes de Alemania. Fred aprendió inglés, pero su familia hablaba alemán en casa. Por su lado, Mary Anne MacLeod, la madre de Trump, fue una inmigrante de Escocia, que hablaba gaélico escocés, una lengua celta de origen alemán.

Y como el ataque a idiomas distintos al inglés está en este caso asociado al origen humilde de quienes los hablan, habría que mencionar que el abuelo paterno de Trump, Friedrich Trumpf, emigró solo, a los 17 años, en la sección de tercera clase (la de los pobres) en el barco que lo trajo a los EE. UU. Como centenares de miles llegó de Europa formando parte de esas “masas apiñadas que anhelan respirar en libertad”, de “los miserables desechos”, “los sin hogar, azotados por la tempestad”, a los que se refiere el poema de Emma Lazarus, El nuevo coloso, a los pies de la estatua de la libertad. Una estatua que no sin razón mira y alumbra su antorcha hacia Europa. Friedrich venía a tratar de ganarse la vida como fuera y enviar remesas cuando pudiera a su madre y sus cuatro hermanas desvalidas en Alemania.

Por su parte, Mary Anne MacLeod, la futura madre de Donald Trump, llegó a Estados Unidos con $50 dólares en el bolso y trabajó los primeros cuatro años de su vida en el país como empleada doméstica, hasta que conoció y se casó con Fred Trump, ya por esos días un hombre en ascenso económico con su negocio inmobiliario. Ascenso que habría de estar marcado siempre por la controversia, como la demanda judicial que enfrentó por negarse a rentar a personas negras en sus edificios de apartamentos para familias de bajos recursos en Brooklyn, Nueva York (2).

Por supuesto, la agresión que Trump hace contra las personas que hablan idiomas diferentes al inglés, no son nuevas ni exclusivas de su propaganda electoral oportunista y racista. Es parte de una narrativa nacionalista estadounidense entre personas que sienten amenazada la imagen mitológica y espúrea de Estados Unidos como un país de blancos europeos del norte y angloparlantes, cuando la realidad histórica es que este territorio ha sido siempre multiétnico y multilingüe.

En esta historia, lo que probablemente no todo el mundo sepa es que el inglés no es el idioma oficial de los Estados Unidos. De hecho, los EE. UU. no tiene un idioma federal oficial. Aunque el segundo presidente de los Estados Unidos, John Adams, propuso al Congreso Continental en 1780 que el inglés fuera el idioma oficial, su propuesta encontró gran resistencia y fue rechazada por considerarse “antidemocrática y una amenaza a la libertad individual”.

¿La razón? Muchos de los colonos de las 13 colonias originales llegaron de distintas partes de Europa y hablaban francés, neerlandés, alemán, sueco y ruso, entre otras lenguas. El español, el idioma colonial europeo más antiguo del continente americano, ya se hablaba en Florida desde 1565 y en el actual suroeste de Estados Unidos desde 1540, y en forma extensa desde 1598; todas ellas tierras conquistadas y colonizadas por España, mucho antes de que llegaran a ser reconquistadas y recolonizadas a su vez por el ejército y el gobierno de EE. UU. Incluso en las 13 colonias, en especial en Carolina del Sur y Georgia, los colonos españoles mantuvieron relaciones comerciales, militares y diplomáticas con los colonos ingleses que tenían el control de esos territorios.

Inmediatamente después de la independencia de los Estados Unidos en 1776, el gobierno federal, junto a un ejército fuertemente armado gracias a la riqueza producida por la esclavitud tanto de africanos como de indígenas, emprendió una agresiva campaña expansionista hacia el oeste. El inglés se fue imponiendo como la lengua de facto, unificadora y dominante del gobierno, el ejército, los colonos y las milicias fronterizas, y de todas las instituciones.

Millones de nativos fueron exterminados durante la campaña de conquista de sus tierras y a los que quedaron vivos se les arrinconó en desiertos improductivos y de difícil acceso al agua. El gobierno federal les impuso a los sobrevivientes un sistema educativo en 1819 que incluyó la creación de más de 400 internados para niños y niñas indígenas en 37 estados, organizados y dirigidos en su mayoría por instituciones religiosas autodenominadas cristianas. Su lema era “Mata al indio, salva al hombre”. Su meta era desarraigar a los niños nativos de su idioma, su cultura y sus creencias, consideradas salvajes. Asimilarlos a la cultura anglosajona, pero a la vez no mezclarse con ellos.

A los niños nativos llevados a estos internados se les prohibió hablar su lengua, fueron explotados en trabajos agrícolas y sufrieron toda clase de abusos físicos y sexuales de las personas blancas encargadas de reeducarlos en la cultura europea. Según investigaciones solicitadas este año por la Secretaria del Interior, Deb Haaland, cerca de mil niños y niñas indígenas murieron mientras estaban en los internados en un período de 150 años que termina en 1969. Haaland, una nativa del Pueblo Laguna de Nuevo México y primera nativa en ocupar esta posición, dijo que el gobierno federal debía pedir perdón a los indígenas por estos atropellos (3).

Lo que resulta extraordinario es que hasta el día de hoy todavía existan en los Estados Unidos al menos 150 lenguas nativas originales, habladas por unos 4 a 7 millones de nativos en 574 tribus o naciones indígenas, la gran mayoría viviendo en 326 reservaciones y otros territorios que no tienen el estatus de reservación. Entre las lenguas indígenas más conocidas en EE. UU. están el navajo, cherokee, sioux, jibwe, choctaw, hopi, zuni, yupik, apache y shoshone, todas ellas en peligro de extinción por la pérdida progresiva de su uso, reemplazadas por el inglés.

¿Serán estas 150 lenguas parte también de esos idiomas “horribles” de que habla Trump? Todo parece indicar que sí. Nada más elocuente que la visita atropellada e impetuosa que hizo con su séquito al Monte Rushmore, en Dakota del Sur, el 3 de julio de 2020, como anticipio al Día de Independencia para celebrar el gigantesco monumento de 18 metros de alto con la cara de cuatro presidentes anglosajones de Estados Unidos esculpido sobre el monte de granito. Este territorio es una zona sagrada milenaria de la Nación Lakota, quienes vieron esta celebración, y han visto este monumento inaugurado en 1941 como una afrenta del imperialismo colonial sobre la población nativa.

Quienes no pudieron conservar sus lenguas originales, por haber sido desarraigados de sus naciones y culturas, fueron los cerca de medio millón de africanos que fueron vendidos como esclavos en los Estados Unidos. Estos centenares de miles de personas hablaban decenas de idiomas y dialectos diferentes. Entre ellos el akan, yoruba, igbo, kikongo, mandinga y el wolof. Estos idiomas fueron reprimidos con castigos físicos, mutilaciones y otros vejámenes. En Carolina del Sur y otros estados se crearon leyes para impedir que los esclavos hablaran sus idiomas porque los amos y el gobierno temían la sublevación.  En su lugar, el inglés les fue impuesto para que pudieran entender a sus amos.

Pero como el idioma es la cultura y la cultura es resistente, estas lenguas se hicieron criollas y se mimetizaron, creando una variente lingüística del inglés que ha sido acuñada desde la década de 1970 con el término ebonics (sonidos de ébano), con sus propias reglas gramaticales y fonéticas y sus formas dialectales en diversas regiones del país. Y ahí siguen, en una resistencia que no termina, porque la discriminación y el racismo no se limitan al idioma sino que incluyen la apariencia física, el color de la piel y el lugar de procedencia, entre otros.

Según los datos oficiales del gobierno federal, en los Estados Unidos se hablan en estos días más de 350 idiomas diferentes, con una presencia más o menos significativa en el número de hablantes. El español es el segundo idioma más hablado del país. En el censo gubernamental más reciente, de 2019, se registra que más de 41,7 millones de personas hablan español, seguido muy lejos por el chino, unos 3,5 millones; tagalo, más 1,7 millones; vietnamita más de 1,5 millones; y árabe, más de 1,2 millones (4) Esas cifras, sobre todo las del español, han aumentado consideramente debido a la intensa migración en estos últimos cinco años.

Pero más allá de las cifras oficiales, la Alianza por los Idiomas en Peligro de Extinción (ELA, por sus siglas en inglés), ha encontrado que solo en la Gran Manzana se hablan unos 700 lenguajes y dialectos, algunos extremadamente pequeños, lo que hace de esta la ciudad más multilingüe del mundo. Este número equivale aproximadamente al 10% de los cerca de 7 mil idiomas y dialectos existentes en el mundo. Parte del proyecto de ELA es la ampliación constante de su banco de datos y el estudio de estos idiomas para salvaguardar su existencia (5). El proyecto de ELA intenta extenderse globalmente.

Nueva York es la ciudad a la que se refiere primariamente el candidato republicano cuando habla de la existencia de estos idiomas, de los que “nadie ha oído jamás en este país”, y que por tanto, son “horribles”. La riqueza de la diversidad cultural, étnica y lingüística es algo a lo que siempre han temido los gobiernos totalitarios, que tienden a concentrar el poder bajo una sola lengua que permita mantener el control de la población. Fernando e Isabel de España, Hitler y Franco, son algunos de los ejemplos que vienen a la mente.

En ese panorama fascista que sigue tratando de imponer el monolingüismo en un país tan diverso  como los Estados Unidos, el español, tiene una historia intensa de persecusión y de resistencia. Con todo y a pesar de todo, sigue fortaleciéndose, ganando en prestigio y hablantes como nunca en su historia en los Estados Unidos. Los hablantes de español en este país, saben, como lo expresaba bell hooks, que el lenguaje es un lugar de lucha, y con frecuencia, el primer lugar de resistencia. Y esa historia requiere ser contada.

Fuentes citadas:

1) “Saying immigrants bring ‘bad genes’ echoes Trump’s history — and the world’s” por Philip Bump, The Washington Post, October 7, 2024.
2) “Desclasificado un informe del FBI: ‘Fred Trump me dijo que no alquilara apartamentos a negros’”, por Amanda Mars. El País, febrero 21, 2017.
3) “Investigación revela que al menos 973 niños indígenas murieron en internados estatales de EEUU”, por Matthew Brown. Los Angeles Times, Jul. 30, 2024.
4) “Nearly 68 Million People Spoke a Language Other Than English at Home in 2019”, por Sandy Dietrich and Erik Hernandez. United States Census Bureau, 6 de diciembre, 2022.
5) “The Endangered Languages of New York”, por Alex Carp. The New York Times, Feb. 22, 2024.

Próximo artículo: El día que una escuela de Texas enterró el idioma español

Autor

  • Valentin González-Bohórquez es columnista de HispanicLA. Es un periodista cultural, poeta y profesor colombiano radicado en Los Ángeles, California. En su país natal escribió sobre temas culturales (literatura, arte, teatro, música) en el diario El Espectador, de Bogotá. Fue editor en Barcelona, España, de la revista literaria Página Abierta. Es autor, entre otros libros, de Exilio en Babilonia y otros cuentos; Historia de un rechazo; la colección de poemas Árbol temprano; La palabra en el camino; Patricio Symes, vida y obra de un pionero; y Una audiencia con el rey, publicados por distintas editoriales de Colombia, España y los Estados Unidos. Ha publicado numerosos ensayos sobre literatura y es co-autor, entre otros libros, de Otras voces. Nuevas identidades en la frontera sur de California (Editorial A Contracorriente, North Carolina State University, 2011), The Reptant Eagle. Essays on Carlos Fuentes and the Art of the Novel (Cambridge Scholars Publishing, 2015) y A History of Colombian Literature (Cambridge University Press, 2017). Es profesor de lengua y literaturas hispánicas en Pasadena City College, Calif.

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