El último Robinson Crusoe

Segundo Toro González, más conocido como el flaco Toro, fue apresado tras el golpe de Estado que derribó a Salvador Allende en 1973. Como conocido simpatizante del gobierno de la Unidad Popular y dirigente sindical de la textil Rayonil, fue llevado a punta de patadas y culatazos hasta el regimiento de Tejas Verdes de San Antonio, Chile. Allí sufrió despiadadas torturas y vejámenes, y su destino habría culminado tal como el de los otros prisioneros políticos, amarrado a trozos de fierro en el fondo del mar, de no haber sido porque logró huir en un descuido de sus guardianes.

Contó para ello con la complicidad de un capitán del ejército que lo reconoció en medio de la multitud y con quien había compartido numerosas jornadas futbolísticas.

Huyó en la oscuridad, tropezó con mil obstáculos. Se sumergió en el río Maipo y nadó a contracorriente hasta la otra orilla y siguió corriendo entre roqueríos y playas y acantilados. No paró hasta que despuntó la aurora. Turbado y confundido se desplomó en la arena, respiró profundamente y contempló sus heridas. San Antonio y Santo Domingo estaban todavía a un paso, como si su larga carrera nocturna hubiese sido inútil.

Tomó mucho aire, empuñó las manos, se levantó y siguió corriendo el resto del día. Atravesó nuevas playas, roqueríos y acantilados hasta que el cansancio lo tumbó de bruces un poco antes del anochecer.

Despertó al día siguiente cuando los primeros rayos de sol le cosquillearon las heridas. Aterido, se incorporó lentamente y contempló el mar. San Antonio y Santo Domingo ya no estaban a la vista. No sabía dónde se encontraba pues su mirada chocaba contra dos enormes muros de roca que encerraban una pequeña playa. Miró hacia atrás y no vio camino ni sendero más que una empinadura de rocas y follajes.

Allí se quedó el resto del día, arrimado a unos arbustos y mirando receloso la posible llegada de sus captores. Pasaron dos días más y nadie vino a buscarlo. Al cuarto día el hambre lo agobiaba y escaló en busca de algo para comer. Subió hasta lo más alto y pudo ver para su tranquilidad que todos los horizontes estaban despoblados. No había rastros de seres humanos ni caminos. Caminó pensando en cómo atrapar un ave, un conejo o con la esperanza de encontrar un nido repleto de huevos. Nada consiguió más que masticar algunas raíces amargas .

El día siguiente tuvo más suerte. Encontró huevos y un par de conejos pequeños que ante su hostigamiento salieron de la cueva para terminar ensartados en un arpón de bambú. Desde niño había aprendido a hacer fuego chocando piedras y rozando palos verdes por lo que logró asarlos sin problemas, aunque con el temor de que el humo lo delatara.

Segundo Toro, ya más fuerte y recompuesto, se dedicó los siguientes días a juntar palos secos y ramajes para procurarse un lecho más cómodo y una choza. Trenzó pitas que cortó con conchas de almejas y se hizo un cobertor para la noche.

La necesidad de comer lo obligó a perfeccionarse en el arte de la caza y no tardó en encontrar una forma rudimentaria para pescar.

Así pasaron sus siguientes días, sus meses, sus años y sus décadas.

Fue dado por muerto y olvidado por todo el mundo. A poco andar él mismo perdió el deseo de volver. Volver significaba la cárcel, la tortura y la muerte. Sólo en las noches, mirando las estrellas, recordaba a sus familiares, recordaba sus buenos tiempos, sus sueños socialistas.

Pasaron 35 años.

En la primavera del 2008 unos excursionistas descubrieron a un viejo ermitaño de larga y encanecida barba que vivía arrimado a unos roqueríos en una playita casi inaccesible. Bajaron y él los recibió con gran amabilidad. Le dejaron cigarrillos y chocolates. Antes de irse, el ermitaño les dio un largo abrazo.

Ya en San Antonio contaron sobre su hallazgo y varias personas fueron en su búsqueda. Segundo Toro sintió pánico y deseos de arrancar cuando vio descender a unos policías junto a otras personas bien vestidas. Las piernas de 75 años no le respondieron y esperó inmóvil a que su destino se cumpliera.

Extrañamente los policías sonrieron y lo saludaron con gran afecto. La alegría invadió a Segundo y en lugar de darles la mano los abrazó con fuerza.

Durante algunos meses intentaron persuadirlo de que volviera a la ciudad, pero el flaco Toro se opuso tenazmente. Su terquedad se quebró cuando los dolores de una enfermedad interna lo atacaron. Entonces, el viejo Toro fue conducido al hospital de San Antonio donde se comprobó que un cáncer terminal le arrebataba sus últimos días.

Pidió morir en su vieja casa junto a los suyos, a los que quedaban después de 35 años. Cerró los ojos un día de octubre de 2009.

 

Autor

  • Jorge Muzam

    Escritor chileno. Licenciado en Historia en la Universidad de Chile. Nació en San Fabián de Alico en 1972. Ha publicado ensayos, crónicas y relatos en diversos medios americanos y europeos. Es autor de las novelas Ameba y El odio, y de los libros de relatos La vida continúa y El insomnio de la carne. Todas sus obras han sido publicadas por Sanfabistán Editores. Columnista en HuffPost Voces (EEUU) e HispanicLA (EEUU) y controvertido bloguero político cuya voz independiente se ha expandido a todo el mundo hispanohablante. Se le ha descrito como un autor de pluma corrosiva, provocadora y amarga.

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