Elecciones fraudulentas en Nicaragua

Las elecciones que habilitaron este domingo a Daniel Ortega para cinco años más de gobierno en Nicaragua no fueron libres, ni justas, ni democráticas

La cuarta elección consecutiva de Daniel Ortega como presidente de Nicaragua, con el 75% de los votos, es no solo una “pantomima”, como lo definió el presidente Biden. 

Es el peldaño final de la desilusión generalizada respecto al líder que comenzó a gobernar el empobrecido país centroamericano como revolucionario, con esperanzas y sueños,  y que culmina como un tirano dedicado a mantenerse en el poder. 

Los resultados no sorprendieron, pero confirmaron a Ortega como líder autoritario. 

En abril de 2018, su gobierno reprimió violentamente una serie de protestas causando 328 de muertos y una crisis económica persistente.

Daniel Ortega y Rosario Murillo, líderes de Nicaragua. FOTO: OD

Desde entonces, Ortega y su esposa Rosario Murillo, quien figura a su lado como “copresidenta” -un cargo sin asidero en la Constitución- sumieron a Nicaragua en una noche triste de abuso del poder en su propio beneficio, de represión política y derrumbe económico. 

El partido que lideran todavía se llama FSLN: Frente Sandinista de Liberación Nacional. Pero de la agrupación que derrocó en 1979 al dictador Anastasio Somoza Debayle solo quedó el nombre, aunque todavía cause simpatía y apoyo en los mismos nicaragüenses y en el exterior.

Para posibilitar este resultado inverosímil, las autoridades nicaragüenses emprendieron una campaña generalizada de represión y acoso. 

Prohibieron la entrada al país a periodistas del exterior. Negaron acceso a los centros de votación a misiones de observadores, como los del Centro Carter, la Organización de Estados Americanos, o la Unión Europea, que sí lo hicieron en 2016.

La Comisión Interamericana de Derechos Humanos denunció allanamientos, detenciones arbitrarias, hostigamiento y restricciones a la prensa durante la jornada electoral.

Cancelaron a la mayoría de los partidos políticos de oposición gracias a su control del Tribunal Electoral, entre ellos a Ciudadanos por la Libertad, Restauración Democrática y al Partido Conservador. 

Candidata opositora Cristiana Chamorro, encarcelada.

Encarcelaron recientemente a decenas de líderes políticos, entre ellos a no menos de siete  precandidatos presidenciales, como la periodista  Cristiana Chamorro, hija de la expresidenta Violeta Barrios de Chamorro y cuyo anuncio de postulación había levantado llamados a un frente opositor unificado.

Pero formularon cargos en su contra por supuestos «delitos de gestión abusiva, falsedad ideológica en concurso real con el delito de lavado de dinero, bienes y activos», y la inhabilitaron por el solo hecho del cargo.

Más opositores fueron en vísperas de las elecciones, en un clima de “hostigamiento, vigilancia, amenazas, intimidación, acoso, ataques, detenciones ilegales y arbitrarias,” según organizaciones de oposición. Para Ortega, los opositores son «revoltosos» que solo quieren generar disturbios.

Prácticamente no hubo campaña electoral que merezca tal nombre: la recortaron; prohibieron convocatorias de más de 200 personas con la excusa de la pandemia aunque decenas de países ya han celebrado elecciones democráticas en la misma situación. Aunque los mismos protagonistas celebraron elecciones democráticas en 1990, en medio de la guerra, dando un ejemplo de lo que puede la democracia.  

Las elecciones que habilitaron este domingo a Daniel Ortega para cinco años más de gobierno en Nicaragua no fueron libres, ni justas, ni democráticas. 

Dice la organización Urnas Abiertas que la participación fue de sólo 18.5%, con un 81.5% de abstención de los 4.5 millones de potenciales votantes. 

Fuerzas paramilitares rodearon los centros de votación, ejerciendo presión sobre posibles opositores. Sectores enteros fueron amenazados de retribución si no votaban por el candidato oficial. 

Estos resultados son inaceptables. El gobierno de Ortega no puede ser considerado legítimo. 

Si termina su nuevo periplo, Ortega habrá estado 29 años en el poder, después de que eliminó el límite de términos presidenciales en 2016. 

Nicaragua, con un ingreso per cápita anual de $1,200, menos de la mitad que El Salvador, es el segundo país más pobre del hemisferio, después de Haití, no puede aceptar cinco años más de Ortega. 

La comunidad internacional, y en especial los gobiernos democráticos de América Latina, deben hacer clara su protesta y tomar medidas efectivas contra la represión, declararse por la reforma y el diálogo con la oposición. Pero la solución debe partir de los mismos nicaragüenses ejerciendo su libre albedrío y su independencia. 

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