En el Día del Holocausto, por Samuel Schmidt
Durante mi primer año de preparatoria en el plantel 4 de la UNAM, en la clase de literatura el maestro me trataba muy bien, lo que siempre es bienvenido para un joven que sale al gran mundo. Al final del curso, reprobó injustamente a mi mejor amigo David Ajzen. Nos atrevimos a ir a casa del maestro para reclamar y buscar que reconsiderara,. Al abrir la puerta, el maestro puso cara de asombro. Resulta que durante todo el curso, mientras agredió a un judío, protegió a otro creyendo que era alemán.
En otra ocasión un alumno creyó que era divertido manejar la noción de que se hacía jabón con la grasa de judíos.
Esos fueron mis primeros encuentros con la judeofobia, con personas que parecían no haberse horrorizado con el esfuerzo de un Estado por eliminar a todos aquellos a los que consideraba distintos y los convertía en sus enemigos al grado de hacerlos merecedores de una eliminación industrial. La ética murió junto a los campos de concentración.
Eso fue en la preparatoria, una etapa fundamental en la formación de un estudiante. Más adelante me enfrentaría a otras manifestaciones de odio y de ahí mi reacción cada vez que leo una trivialización del nazismo.
Con el tiempo leí, vi películas sobre esa barbarie. Estudié el origen y desarrollo de aquel odio insensato e irracional. Mi madre me relató sobre la agresión que sufrían en Polonia por ser judíos y siempre recordábamos la suerte que tuvieron para huir a tiempo, suerte que no tuvo una gran parte de su familia, incluido el tío cuyo nombre llevo.
Los hechos brutales de los alemanes y sus socios contribuyeron para el derecho internacional con la creación del término genocidio. Otros lo denominan como Holocausto, pero prefiero recurrir a la palabra en hebreo, Shoá.
La palabra Shoá aparece en la biblia para describir el desastre (puranut en hebreo). Aunque lo sucedido en la Segunda Guerra Mundial superó con mucho la noción bíblica, cuando el Estado alemán y sus muchos socios se atrevieron a tratar de destruir, exterminar al pueblo judío.
Seis millones de personas asesinadas es un número tal elevado que parece superar la imaginación. En un acto conmemoratorio en Austin se mostraron las imágenes pre Shoá de esas familias, de esos pueblos, de esa sociedad asesinada.
Seis millones de sueños, de alegrías, de esperanzas. La Shoá intentó exterminar una cultura, asesinó a grandes artistas, intelectuales, científicos afectando su contribución a la humanidad, pero también asesinó al campesino, maestro, médico, dueño de una librería o tienda de cualquier cosa.
La Shoá atestiguó la ignominia, la ruina de la calidad moral de miles de asesinos que gozaban lastimando, asesinando. Ya sea el soldado que se divertía lanzando niños al aire para recibirlos cruzándolos con una bayoneta, o el médico que experimentaba con seres vivos. El sufrimiento infligido no tenía límites.
La Shoá fue la expresión más brutal de la judeofobia, de ese sentimiento que odia a los judíos a partir de una construcción simbólica falsa. Un judeofobo me dijo un día que los judíos habíamos matado a Cristo. Otro me dijo que los judíos queríamos apoderarnos del mundo. Son interminables los pretextos para odiar.
Nada en el mundo ha sido ni será igual después de la Shoá.
Pero la infamia parece no tener límites. El museo Memoria y Tolerancia en CDMX llama la atención a los genocidios en el mundo.
La locura nazi causó la Shoá sobre los judíos pero provocó la muerte de más de 47 millones, provocó un retroceso de la humanidad en todas las áreas y hasta la fecha resentimos la extensión y legitimación del odio contra los otros. Incluida la contribución para crear armas de destrucción masiva.
Unos días antes de recordar la Shoá se celebra la Pascua (Pesaj), durante la ceremonia se lee la historia de la esclavitud y la liberación. Cada año hay que leer esa historia para no olvidar que fuimos esclavos y que conquistamos la libertad. Cada año hay que luchar por la libertad que no está garantizada.
Cada año y cada día debemos contar la historia de la Shoá para recordar la barbarie, mantener la conciencia de que alguien se atrevió a atentar contra la vida de la humanidad.