Hayrabet Alacahan; por el cine argentino de cada día

El 18 de julio me encontré con el titular más amargo del año. Decía: “Falleció Hayrabet Alacahan, cinéfilo de origen armenio radicado en Argentina”. Y acto seguido, leí la noticia.

“Nacido en 1950 en Estambul, Alacahan se había radicado Buenos Aires en los ´70, donde vivió hasta su muerte. Allí creó la Fundación Cineteca Vida, con el fin de conservar y difundir material cinematográfico, especialmente nacional; y varios cineclubes de los que fue programador.

Trabajó para diversos festivales del mundo (Francia, México, Alemania) apoyando incondicionalmente la actividad de los jóvenes directores independientes. Como crítico, fue autor de “Filmografías”, libro en el cual reseñó unos 10 mil directores de todos los tempos y países en dos tomos de más de 2,000 páginas. En una nota del diario Página 12, Oscar Ranzani lo calificó “el Indiana Jones de la historia del cine”.

El amigo armenio

No exagero si digo que “Jaira”, como todos le decíamos aquí, era mi amigo. Y no creo que nadie que lo haya conocido y haya sido invitado a su casa, lo haya sentido de otra manera. Yo estuve varias veces allí, su departamento-museo del microcentro, charlando con él entre latas de fílmico y una biblioteca entera consagrada al cine. La última vez (aún lo recuerdo) me esperó con un plato de berenjenas fritas y dos botellas de cerveza mientras escuchábamos “Kraftwerk”.

Foto: Fundación Cineteca Vida.

Me acuerdo que ese día le llevé una película de mi amigo, José Campusano. “Me dice que no te va a gustar porque es “muy de género”, le dije. Y entonces “Jaira”, con una rodaja de berenjena en la mano, me dijo con muchísimo cariño hacia Campusano: “Decíle a José que muchas gracias pero que es un pelotudo…- Y acto seguido se empezó a reír- ¿Cómo no me va a gustar? ¿Y cuándo me importan los géneros a mí? Para mí el cine es cine como el pan es pan”, y mordiendo la berenjena, continuó con la conversación.
Entendí perfectamente lo que me decía. Su frase no era una parábola cristiana, era una verdad constatable de su vida toda. Me bastaba con mirar a su alrededor para comprobarlo. Y es que aquel departamento era una fabulosa “panadería”. Y poco importaba si las películas eran “baguettes gourmets” de masa-madre o varillas compradas en el supermercado. “Jaira” las necesitaba para vivir.

Toulouse, marzo de 2007

Había sido José quien me había presentado a “Jaira” en Toulouse, en el festival de cine latinoamericano (Les Rencontres du cinéma latino-américain) en el que yo estaba de paso. Y así fue como lo entrevisté en marzo de 2007. La nota apareció en un diario argentino a modo de corresponsalía. Luego, cada vez que iba a Buenos Aires, lo visitaba. Y mi pedido era siempre el mismo: “Jaira, lleváme al cine”. La última vez vimos una película noruega de unos conductores de ferrocarril. Fue en una salita del Teatro San Martín y de ahí nos fuimos al bar “La Academia”, un club de billares que a él le encantaba.

Los últimos mensajes que intercambiamos fueron en abril. Yo le había dicho que quería entrevistarlo por la aparición de su libro, ese maravilloso testamento de directores. Me dijo que no había problemas, que le enviara las preguntas y él me las contestaría por whasap. Eso hice, pero las respuestas nunca llegaron. Tampoco me dijo que le estaba peleando a la enfermedad. A eso me lo contó hace unos días José. “Y mirá lo que son las cosas, hermano –me dijo Campusano- Unos meses antes de su muerte, yo organicé una cena en mi casa con la gente de la productora y les dije: “quiero pedir un aplauso para el hombre que más ha apoyado al cine argentino, difundiendo desinteresadamente a los nuevos directores, la única persona en Buenos Aires que quiere todo el mundo del cine, sencillamente porque él también quiere a todo el mundo… Un aplauso para mi amigo Jaira”. Y José me dijo que, tras la estridencia, “Jaira” se emocionó hasta las lágrimas. Esa fue la última vez que se vieron y, de alguna manera, esa cena fue como una despedida.

Al enterarme de la noticia y acaso por la necesidad de charlar con él, leí una vez más aquella entrevista en Toulouse. La había titulado con una frase suya que me pareció maravillosa: “Desconocer el cine ilegal es como desconocer a la gente que duerme en la calle”. Y esa gente que duerme afuera (estoy seguro que él lo pensaba así) podría “salvarse” con el cine; con ese pan que le da de comer a los espíritus sin preguntarles el número de su obra social.

A modo de testamento

Nadie sabrá nunca por qué vino a la Argentina. Nadie sabrá por qué eligió el puerto de Buenos Aires entre todos los puertos del mundo, y mucho menos por qué no quiso volver jamás a su Armenia natal. No; nadie sabrá nunca por qué razón, Hayrabet Alacahan o sencillamente “Jaira”, como le dicen todos sus amigos (y que son muchos), es tan poco afecto a la melancolía. (“Yo no quiero morirme acá en la Argentina; yo siempre estoy pensando en otro lugar” me dirá después). Nadie sabrá por qué se hizo hincha de Rosario Central en pleno Buenos Aires, y menos por qué se volvió devoto de las películas independientes. Aunque para esto, pareciera tener un principio de respuesta.

“Siempre fui amante del cine por mis papás, que a los seis años me llevaron a las primeras funciones en Armenia. Desde entonces, siempre fui consumidor de películas sin importarme el tema, el género ni el director”.

Hace una pausa. Su español es perfecto, con el acento de un porteño de la calle. Y sólo la emotividad le hará trastabillar la sintaxis en algunos pasajes de esta nota.

“Cuando tenía 30 años, de pura casualidad un amigo me llevó a un cineclub. Yo no tenía ni la menor idea de lo que era, pero me impactó el ambiente de esas salas casi marginales, sin sillas ni butacas pero con bancos, como en la iglesia. Entonces, como curioso de la vida que soy, me hice socio. Y para eso pagué lo que entonces costaba un paquete de azúcar. Ese precio tan humilde y popular, realmente me fascinó. Tres meses después, descubrí que el cineclub era mi vocación y renuncié a todo. Incluso a un trabajo donde ganaba buena plata. Así que empecé a juntar películas, videos, libros… Y ahora tengo un archivo muy completo. Realmente no tengo nada que envidiarle a ninguna cinemateca del mundo”, dice, pero absolutamente despojado del orgullo de “poseer”, sólo con la fresca satisfacción de haber juntado esas piezas una por una: 2.500 fílmicos, 5000 películas digitales y una cantidad incontable de videocasetes; esas piezas donde jóvenes muchachos grababan su primer cortometraje.

“Así que, sin darme cuenta, junté y junté. Y llegó un momento en que… (y aquí “Jaira” hace una pausa casi de luto, como si repentinamente se acordara de un ser querido que partió para siempre)… Bueno, a esto no se lo cuento casi a nadie porque me da pudor… Son historias a veces increíbles, pero reales. Lo cierto es que mi departamento es de 30 metros cuadrados y llegó un momento en que había juntado tanto material, que ya no podía pasar al baño ni entrar en la cocina… Así que durante seis meses me fui a vivir a una pensión, hasta que un día me agarró la locura. Me dije: “Tiro todo a la mierda… Qué es esto… Estoy totalmente loco…”

Y de pronto “Jaira”, el muchacho armenio que una vez tomó un barco en Turquía con destino a Buenos Aires, vuelve a verse perdido en un café de calle Corrientes con un impulso incendiario hacia el material que había atesorado durante una década.

“Me acuerdo que se me acerca un amigo y me dice “¿cómo estás?” Le digo: “Para el carajo, estoy”. Y fue cuando…”

Entonces hay una segunda pausa, más fúnebre aún. Y Hayrabet Alacahan (pero esta vez el “hombre” que tengo en frente) se quiebra definitivamente. Y en medio de esta entrevista y ante alguien que hace dos días que lo conoce, llora. Es un llanto apagado, que no quiere mostrar. Un llanto que lo ahoga pero que también lo alivia. Pide disculpas y así, sollozando, se explica con la sintaxis movida por un terremoto.
“Y yo dije a amigo mío que iba yo tirar todo a la mierda yo… Y amigo dijo a yo cómo vos vas a hacer eso… No lo hagas, por favor… Aguantá dos meses más que estoy haciendo lugar para que guardes las cosas de vos… Si no fuera por él, quizás yo hacía esa locura… A amigo ese yo le debo mucho… Mucho…”

La tarde avanza en el patio de la Cinemateca donde “Jaira” ha sido invitado por onceava vez al Festival de Cine Lationamericano, por haber colaborado con material de jóvenes realizadores argentinos. Y entonces empieza este diálogo con el cinéfilo, con el hombre que vio demasiadas películas y las cuidó en su pequeña casa más que a su propia vida.

Desde el sur

-En la conferencia de apertura dijiste que no existía el Nuevo Cine Argentino… ¿Por qué?

-Porque estoy convencido de que es así. Pero a esto no lo digo para llamar la atención. Es sólo un concepto mío y no quiero imponérselo a nadie, como no quiero que nadie me imponga nada a mí. Hubo, sí, una ruptura de los directores nuevos con respecto a los clásicos. Pero eso de “nuevo cine” no tiene nada, es un invento de los medios.

-Un joven director dijo “decidí cortar con el cine de antes porque no servía”…

-Es una frase muy hija de puta… Argentina, históricamente, tuvo mucho cine de grandísima calidad; a la par de Francia. Y entonces, un director de 28 años no me puede venir a decir que todo lo que se hizo antes no valía nada. Eso es renegar de tu pasado. Pero no son malos pibes; yo los conozco a todos. Son inocentes y no piensan demasiado lo que dicen. Ellos mismos, que dicen luchar por la memoria cada 24 de marzo, de repente quieren borrar cien años de historia…

-¿Qué películas argentinas son las que más te han impactado?

-Hay muchas y muy buenas en toda nuestra historia. De los años ´60 te podría mencionar “La invasión” de Hugo Santiago, que es algo que ha roto barreras narrativas mucho antes de este “nuevo cine”. De los últimos vente años, puedo decirte tranquilamente que la mejor película que he visto es “La Antena”, de Esteban Zapir. Pero a esto lo puedo decir acá, en un reportaje. Si lo dijera en el cineclub, se armaría mucho quilombo y no tendría tiempo de explicarme…

-Dentro del “nuevo cine” ha habido producciones “for export” y otras más experimentales ¿son las dos orillas de nuestro cine?

-Creo que no hay que hacer tanta diferencia entre esos dos tipos de producciones. Los que realmente se diferencian son el “cine legal” y el “cine ilegal”. El “legal” es el que está producido por el INCAA; y el otro es el que está hecho por un grupo de amigos o de vecinos y, por no pagar impuestos de música o de actores, no accede a la legalidad. A estas películas, el INCAA no las reconoce. Y esta es un poco mi lucha personal. Yo me pongo del lado de los que hacen cine a pulmón y los defiendo con argumentos.

-¿Y cuáles son esos argumentos?

-Muy simple. Acá, en este festival de Toulouse por ejemplo, tenés un montón de voluntarios. Y esto se debe a que el festival no puede pagar salarios y la gente viene con mucho placer a colaborar. En Argentina, podés ser voluntario en todo menos en el cine. Pareciera que vos como actor no podés regalar tu trabajo ni como músico o fotógrafo. ¿Y por qué nuestro país tiene que ser así? Argentina tiene producciones legales, pero las ilegales la triplican. La tecnología democratizó el modo de hacer cine, y dentro de las películas ilegales hay algunas muy buenas que jamás llegarán a sala o a espacios INCAA. Te puedo nombrar 300 títulos bárbaros de cine ilegal que ningún periodista o funcionario conoce. No acuso al INCAA, sólo le hago un pedido de parte mía y de todos los que hacen cine a contramano, para que hablemos de estas cosas. En un país donde este modo de hacer cine triplica a la propuesta legal, no la podés desconocer. Desconocer el cine ilegal es como desconocer a la gente que duerme en la calle. Lo lamento, pero las cosas son así”.

Foto: Fundación Cineteca Vida.

Chau, “Jaira” querido. Gracias por las berenjenas fritas y el cine noruego, por tu amistad y el calor de tu casa. Gracias por hacerme entender que el “cine es cine como el pan es pan” y haber charlado conmigo, una vez más, mientras cae la tarde.

Autor

  • Iván Wielikosielec

    Escritor y periodista argentino (Córdoba, 1971). Ha publicado libros de relatos y poesía (“Los ojos de Sharon Tate”, “Príncipe Vlad”, “Crónicas del Sudeste”). Colabora para diversos medios gráficos e instituciones culturales.

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