La postal del día después
Hoy nuevamente llueve. Llegamos al pueblo de Half Moon Bay en la mañana y las calles están solamente repletas de gotas. Pocos negocios abiertos, solamente los que venden cafés y panes. Detrás de las montañas, las mujeres y los hombres campesinos, con el agua hasta las rodillas, trabajan en los campos. Sus casas precarias quizás también estén mojadas. Este invierno no ha dado tregua y la sequía quizás pase a ser un recuerdo en el Norte de California. Desde el quince de marzo se suspendieron las restricciones para el uso del agua en el estado.
Mirar lo que cae
En Galicia hay más de setenta maneras de nombrar al agua que cae desde el cielo. Entonces quizás uno sí pueda contestar a esa pregunta que nace mirando a una ventana: ¿Cuántos nombres tiene la lluvia? No siempre lo vertical puede contarse. Hay caídas que quedan exiliadas de los calendarios y otras que son esquivas a las matemáticas. El domingo pasado no llovió. Salimos a caminar. La brisa del mar traía el olor a leña de la gente de los campings que preparaban sus desayunos en los fogones.
Una mujer en bicicleta pasó llorando y vi sus lágrimas volar al viento. Me acordé de la tristeza, de ese peso en los hombros, de ese llanto que duraba un kilómetro y medio, hasta que el pecho empezaba a vaciarse y el aire puro podía entrar. Pasos y pasos durante horas para poder vaciarme. Después vino la artritis y supuse que el dolor se había solidificado, atrincherado en mi rodilla. Empecé a renguear y a vivir con eso que se llama enfermedad crónica. Las agujas entraron precisas por los orificios que arma nuestra arquitectura de los huesos. Un remanso de corticoides que se desparramó para darme alivio. Vivir con dolor cansa pero uno se amolda hasta entenderlo.
Ayer casi a la misma hora que pedí mi café en el bar, frente al zoológico de San Francisco, una persona de 28 años, armada hasta los dientes, entró a una escuela primaria. Mató a: Evelyn Dieckhaus, de 9 años, Hallie Scruggs de 9 años, William Kinney de 9 años, Cynthia Peak de 61 años, Katherine Koonce de 60 años y Mike Hill de 61 años.
Esa costumbre de matar
Las matanzas en Estados Unidos se asemejan a un cuerpo social al que se le ha inyectado cortisona. El dolor está pero no se siente. Durante quince años trabajé en una escuela primaria. Nunca sentí que fuera un lugar donde uno iba a morir. Hoy lo es, todos los días. Siempre, detrás de cada asesino, hay una biografía marcada por el odio, el resentimiento, la locura, la venganza. Una alienación social y se sigue tratando de explicar la infección sin atender al cuerpo enfermo.
Cada vez que llevo a mi hijo a su programa imagino maneras estratégicas de escaparnos en caso de que suceda un ataque. El miedo es una calle de una sola mano. Sólo enfrentando la entrada se puede encontrar la salida, pero este país prefiere seguir caminando a contramano. La lista de muertos se agranda y la tristeza de las banderas a media asta se parece mucho a la resignación.
En la ciudad de San Francisco, entre el océano y las plantas están los rostros ajados de la intemperie. En los días de sol buscan apoyarse al calor de las paredes. No sé qué morada tiene la intemperie cuando llueve. Ayer, sentado en una vereda de la avenida Great Highway, un hombre de pelo revuelto y ojos cansados fumaba contemplando el humo de su cigarrillo. A su lado, una bolsa de plástico, dos pedazos de pan y toda la desolación rodeando su existencia. Pasé, lo saludé y me dijo “gracias por verme”.
Al volver del café donde fui a comprar un sandwich para mi hijo, me acerqué y le pregunté si me aceptaba un café latte con un muffin. Me miró y sus ojos eran celestes como ese mar que se había convertido en su casa. Sus dedos estaban ajados y sucios, pero al darme ese apretón de manos, sentí el golpe certero de la sinceridad. Lo miró a Dante, me preguntó si era mi hijo y lo llenó de bendiciones.
Hoy es otra vez «el día después de».. las velas arden en las iglesias, seis nombres más se suman a la lista y el odio sigue, hasta la próxima vez. Me aferro a la generosidad de los desposeídos, a esos que comparten toda su fortuna, un apretón de manos, la muestra férrea de que la humanidad existe.