Resistencia, rendición y genocidio en Guatemala

Se desencadenó en el Altiplano central guatemalteco, entre 1981 y 1982, un proceso de resistencia que involucró a cientos de comunidades (cuya historia espera aún ser contada). Inútil sería preguntarse si la Resistencia habría tenido la fuerza que tuvo si el régimen militar no hubiera desplegado tan desmesurado volumen de acciones punitivas contra las comunidades rurales y mayas.

La Resistencia, hermana del genocidio en Guatemala

Miles de familias se internaron en el monte para preservar la vida, pero también para rebelarse contra la violencia estatal que exaltaba el terror, el militarismo y el racismo como componentes esenciales de la forma de gobernar a las sociedades locales y la Nación.

Sí algo complementó la guerra de guerrillas como doctrina de las organizaciones revolucionarias de la época, ha sido la legitimidad social del uso de las armas para la defensa. Existe una estética insurgente que gusta mostrar las fotografías de los adolescentes y muchachos indígenas portando armas de palo, descalzos, vestidos con camisas y pantalones roídos por su uso y escasez, con gorra o sombrero o cintas en la frente con la esfinge del Che Guevara, preparados para recibir el flashazo de las cámaras. Muchachos que recibían entrenamiento militar; entrenamiento que no duró más de seis meses.

En la aldea Pachay Las Lomas, Chimaltenango, dos meses fueron suficientes para persuadir a la comunidad de la inminencia del entrenamiento militar para los muchachos. La decisión de convertirse en un centro de entrenamiento con tres pequeños campos en un terreno laderoso repercutiría en las bases de la organización de los parajes y comunidades. En la aldea todos los muchachos tenían la obligación de saber cómo manejar un revólver o pistola; en la medida en que el terror estatal aumentaba, se sumaron a los entrenamientos los hombres de hasta 50 años. No todas las familias acogieron aquellas decisiones comunales de la misma forma. Algunos se entusiasmaron con el poder de un arma y fueron los que resultaron organizando la Resistencia cuando familias completas abandonaron las aldeas. Otros más temerosos lo vivieron con desesperación; pero todos se alinearon.

Una noche cultural

La ofensiva del Ejército gubernamental inició el 20 de noviembre de 1981.

El entrenamiento guerrillero había iniciado unas semanas antes con una noche cultural a la que acudieron una buena cantidad de campesinos de distintas aldeas y municipios del altiplano central organizados en forma de milicias. Los estudiantes capitalinos presentaron obras de teatro y poesía, y se bailó marimba. Los músicos de Pachay eran compositores de algunas canciones populares de la guerra, como «Compañeros». Como parte del programa, se presentó a la «fuerza permanente» de la guerrilla, unos sesenta hombres armados. Había muchos más de las milicias campesinas, y aunque algunos combatientes eran indígenas de las aldeas, ya vestidos de verde olivo, con sus mochilas y fusiles, aparecían como parte del denominado Ejército Guerrillero de los Pobres (EGP).

Aquella noche, durante las celebraciones, se dijo que eran «Nuestro ejército; nosotros somos los que combatimos, y esas ideas se nos metieron en la cabeza». Se dieron instrucciones: si el ejército gubernamental llegaba a la aldea, no había que informar nada, sino sencillamente quedarse con la boca callada. Así fue como empezaron los primeros enfrentamientos.

«Vinieron las patrullas del Ejército para arriba, cuando fue la primera masacre. Ahorcaron a esos pobres señores, don Fabián y su hijo. Cuando nuevamente entraron, cuando capturaron a ese Fernando Nicolás, pensaron que lo habían matado, pero él quedó como muerto; no sé cómo se salvó, quedó con la boca callada. Ya no tuvimos dudas. Ya vimos que aquellos mataban y aquellos no», cuenta un sobreviviente.

El acto en que la aldea conoció al ejército de los pobres ajustó los ligamentos de la sociedad local. De una organización cuasi religiosa que se articulaba alrededor de las cofradías, el sindicato o la liga campesina, la gestión de proyectos y servicios comunales, pasaron a formas organizativas que más que prepararse para la guerra, se preparaban para la Resistencia. Probablemente una dimensión del tiempo lineal y lento, y cierta tiranía de la historia no sea el mejor aliado para interpretar lo que sucedió en un instante.

Fue un estallido en el que convergió la capacidad carismática de dirigentes como Felipe Chali (que había luchado para que Policarpio Estrada fuera el primer alcalde indígena en 1974) y Pedro Atz (de los catequistas sobresalientes del San Martín Jilotepeque, Chimaltenango). Ellos tomaron la palabra.

Eran extraordinarios comunicadores con capacidades para escudriñar e interpretar las escrituras bíblicas desde sus propias experiencias y creencias. Fueron capaces de persuadir, conducir y unir a las familias alrededor de un horizonte. No sólo habían admitido nuevas creencias teológicas como «el reino de Dios se construye en la tierra», sino también una lectura nacional y centroamericana de la realidad, y ciertas destrezas militares para la defensa. Las familias les concedieron a ellos la confianza, y con ello se agregaron y engrosaron el proyecto insurgente de inicio de los 80.

La hermenéutica indígena

Sin la confianza comunal y la hermenéutica indígena, el proyecto insurgente no habría encontrado arraigo en la aldea. Los carismas y la jerarquía social lo hacían posible.

¿En qué eslabón de la cadena se produjo el contacto entre el guerrillero citadino y el campesino indígena? Marcelo, kaqchikel de pura cepa, estaba en edad de prestar el servicio militar obligatorio, y  hacia allá se dirigía porque eso significaba una fuente de ingreso para la familia. Entonces, el hermano mayor le dijo: «No te vayas con el ejército de los ricos, porque ahora hay un ejército de los pobres. Optó por el de los pobres».

Delfino, que arrendaba y trabajaba la parcela en un punto de la cadena, por medio de charlas frecuentes se encontró con catequistas, el estudiante citadino o el cura que hablaba de la Biblia, de la discriminación, del derecho a buenas condiciones de trabajo o el derecho a la tierra. Delfino alucinó o creyó que podía mejorar la producción de su parcela y mejorar la vida de la aldea.  José, el estudiante, creía que había que tomar el poder del Estado para solventar esos problemas, como lo planteaba la teoría revolucionaria seguida en aquel entonces.

Ambos creyeron que podían «modificar las cosas», y eso suponía necesariamente una alteración del ánimo, que se manifestó como sorpresa, asombro, deslumbramiento hasta la fantasía, la confusión y el desvarío. Todos esos ingredientes formaban parte de la regla general del «arte del cambio». Existía un ímpetu de cambio en la sociedad, que se expresaba de manera múltiple como sentimientos, ideas y acciones.

Ante el yugo sin tregua del régimen militar, que sistematizó las acciones punitivas directamente en las casas, aldeas, caminos vecinales y mercados, las respuestas posibles de las aldeas y parajes fue una rebelión ante el terror estatal.

De casi 200 familias de los parajes de Pachay Las Lomas, a excepción de dos de ellas, las demás resistieron en el monte entre el 20 de noviembre de 1981 y el 20 de octubre de 1982. Durante esos once meses, los «pintos» del Ejército gubernamental incursionaron en la aldea en 80 ocasiones, recuerda Delfino, que para entonces ya era el responsable de operaciones guerrilleras de la aldea.

El viernes 20 de noviembre 1981, la gente abandonó la aldea. Creían que sería por unas horas, a lo sumo una noche o dos días, como lo venían haciendo en los últimos meses.  Así habían vivido el último año: entraba el Ejército y salían las familias. Se había dejado de dormir en las casas. Primero los dirigentes, después ellos y sus familias. Con las recurrentes incursiones, el Ejército también iba en busca de hombres con edad para las armas, por lo que los jóvenes habían dejado de dormir con sus familias y se refugiaban en el monte. Así, poco a poco, se fue saliendo la gente. Pero a partir del 20 de noviembre, el Ejército se quedó quince días en la aldea y quemó todas las casas, excepto dos. Violó y degolló a cinco mujeres que salieron de los refugios, terminó con las aves, los marranos y las vacas. Algunos civiles del municipio vecino, en connivencia con las fuerzas del Gobierno, aprovecharon la oportunidad para el pillaje, arribaron con camiones para acarrear el ganado sobreviviente y el menaje de las casas.

Los de Tonajuyú prestaron ayuda a las familias que se escondían en los barrancos cercanos.

Después de ocho días, el Ejército lanzó sus tropas al barranco de Tonajuyú para desalojar a la Resistencia.

Esta debía romper el cerco del Ejército. Debían salir de esa zona barrancosa y atravesar otros tantos barrancos hasta llegar a una montaña relativamente grande más adecuada para el refugio, pero ya del lado de San José Poaquil, siempre en Chimaltenango. La travesía se inició el 30 de noviembre en vísperas del Día de los Santos.

Ya habían iniciado la marcha, cuando llegó la noticia de que era imposible el traslado de las familias para Poaquil. Un oficial del Ejército se infiltró en uno de los pelotones guerrilleros y había acabado con ellos. En realidad, la mayoría eran jóvenes campesinos que recibían entrenamiento guerrillero en Agua Caliente, una zona descampada no apta para el entrenamiento y «bajo el mando temporal de un jefe sin experiencia», como señaló Delfino Chali. Los muchachos del pelotón de alzados habían admitido a una patrulla castrense creyéndola parte de un comando guerrillero del Frente Otto René Castillo que operaba en la región.

Operación Xibalbá

A partir de octubre o noviembre de 1981, el comando guerrillero había convertido la aldea Pachay Las Lomas en su lugar de descanso o de retaguardia. Los alrededores de la aldea fueron cercados con minas Claymore; primero, en la parte de arriba; después, más abajo hasta alcanzar casi el camino que comunica a la aldea con San Martín Jilotepeque y con la cabecera municipal de Chimaltenango, en el lugar conocido como El Amate.

Las milicias locales cumplían turnos de 24 horas, y se acondicionaba a toda prisa uno de los buzones para imprenta más grandes del efímero Frente Augusto C. Sandino; se construyeron refugios bajo tierra, en los que se terminó guardando el equipo de imprenta, algunos explosivos y un poco de equipo militar. Ahí, el comando urbano llegaba con vehículos doble tracción, seminuevos, último modelo y de lujo, como los Mercedes Benz. Recordaba Delfino Chali que el Ejército se llevó siete de esos carros que el comando había dejado abandonados, y uno más lo tiró al barranco.

La masacre de las milicias guerrilleras de enero de 1982, más conocida con el nombre castrense de operación Xibalbá, obligó a la resistencia de Pachay Las Lomas a torcer el rumbo que habían iniciado. Ya no siguieron para el norte, buscando Poaquil. Se detuvieron a inmediaciones de Varituc, la aldea vecina. Estuvieron algunos días ahí, y luego continuaron su camino rumbo a la finca Catalán de Las Mercedes, buscando el Oriente.

La ofensiva del Ejército sobre Choatalum obligó a las familias a retroceder hacia la finca El Sargento, y continuar hacia el norte, a las tierras más cálidas de la finca Las Canoas, para luego tirarse otra vez hacia el oriente pasando por la finca Los Magueyes, luego Patzaj Centro; subir nuevamente a la finca Catalán Las Mercedes, pasar Chiuleu, después a Cruz Nueva, ambos caseríos de la Estancia de la Virgen, y seguir para San Miguel, el caserío del Sur de Choatalum, y de ahí pasar a Chijocón, otra aldea vecina, y a Panatzán, a la orilla del río Pixcayá. Ya sobre el río Pixcayá, las familias que habían iniciado la travesía a finales de 1981 en Pachay Las Lomas, continuaron huyendo río arriba del Pixcayá para llegar a la Estancia de la Virgen.

Representación del itinerario de la Resistencia, las matanzas y la rendición, 1982

El amontonamiento en la Estancia de la Virgen con familias de Choatalum, Chijocón, Sacalá Las Lomas, Varituc, Xesuj, San José Las Rosas, y el consecuente abandono de la aldea Estancia de la Virgen para refugiarse en las orillas del río Pixcayá, dio paso al cerco que el Ejército gubernamental lanzó en marzo de 1982.

El 17 de marzo, el Ejército mató a más de 75 personas, en su mayoría originarios de Choatalum, en los potreros de la finca Catalán de las Mercedes, cuando huían de la persecución.

«Pudimos entrar a los ocho días porque no pudimos entrar antes, pues estaba el Ejército. Cuando encontré a mi mujer y mis hijos, los encontré tirados ahí; fueron torturados, les sacaron todos sus ojos, su cara y todo esto lo sacaron; su placa la dejaron tirada. Como [a] ella sólo veinte días le faltaban para dar a luz, entonces le sacaron al niño; pararon en su estómago. Yo vi palpablemente, porque lo fui a encontrar a los ochos días.

A los dos mis varoncitos los hicieron como tortolitas, somataron sus cabezas contra las piedras. Uno tiene seis años, otro cuatro años; mi mujercita tiene ocho años. La mujercita ya no apareció, [a] saber si los coyotes se la llevaron. Me dio mucha lástima. Hicimos un pozo y ahí los enterramos a todos. Se quedó mi vista donde los enterramos, pero ya pasaron trece años», recuerda Saturnino.

Ese viernes 17 de marzo también inició el cerco sobre La Estancia de la Virgen, Chijocom y Choatalum (en las riberas del río Pixcayá). Ahí, miles de familias, niñas, mujeres, ancianos, niños intentaban no sólo escabullirse sino rebelarse ante el terror estatal. Pero una columna de soldados entró por el oriente, proveniente de la Escuela Politécnica, ubicada en San Juan Sacatepéquez.

Los soldados llegaron vestidos de civiles, y algunos con atuendos de mujeres. Traían puestos güipiles y cortes. Disfraz que se les revirtió ya que al confundirse en medio de la balacera muchos soldados disfrazados resultaron muertos. Otra columna de militares provenientes de San Martín Jilotepeque entró en la mañana del sábado 18 de marzo y fue cuando definitivamente cercaron los campamentos de la resistencia a la orilla del río Pixcayá, a inmediaciones de la Estancia de la Virgen.

«No sé por qué en la Estancia de la Virgen se juntaron toda la gente», se preguntaba ya anciano Laureano Morales Cumatzil, que, por circunstancias de la vida que no viene al caso relatar, había sido nombrado como el «padre clandestino» de la Resistencia, el encargado de los matrimonios y bautizos.

Don Laureano era compadre de media aldea con un ciento de ahijados que algún día quería reunir en una fiesta. «Total que hice doce bautismos y quince matrimonios», recordaba mientras contaba que antes de las masacres sobre el río Pixcayá «ya mucha gente habían muerto de pura hambre, no se comía tortilla ni comidas, sólo maíz tostado y molido con azúcar, que andaba en unas bolsitas la gente».

La respuesta posible es que las acciones punitivas del Ejército obligaron a la Resistencia a tomar una sola dirección hacia el oriente, buscando el río Pixcayá, barrera natural que separa al municipio de San Martín Jilotepeque de San Juan Sacatepéquez, y situado a escasos kilómetros de la Politécnica (escuela gubernamental de formación de oficiales). Entre el 18 de marzo y el 25 de septiembre de 1982 el Ejército, con fusilería, infantería y aviación realizó las tres matanzas más numerosas sobre el río Pixcayá: 1) A la altura del centro de la aldea la Estancia de la Virgen; 2) en San José Las Rosas, en la aldea Choatalum; y 4) en el paraje Chipastor, aldea Las Escobas.

La matanza más numerosa

En la noche del viernes 17 de marzo, algunas familias, por iniciativa propia, lograron evadir el cerco y buscaron refugio en los poblados cercanos, mientras que otros lograron alcanzar la capital de Guatemala. Los responsables locales de la guerrilla no pudieron o no supieron tomar ninguna decisión más que esperar al día siguiente. Pero a las diez de la mañana del sábado 18 de marzo, se había consumado la matanza más numerosa de la región: unos quinientos indígenas mayas habían muerto como consecuencia del ataque cruzado de fusilería de los distintos destacamentos de soldados, el bombardeo aéreo y los incendios provocados por el Ejército con el propósito de obligarles a abandonar el refugio.

«En ese tiempo estábamos defendiendo la vida con nuestros hijos en el monte, a tiempo en que llegaron un grupo de militares y nos fajearon a puros plomazos. A él, a mi marido, le zamparon dos plomazos primero en el estómago. Se quedó él ahí luchando, y nosotros nos fuimos defendiendo la vida a dar vuelta entre el monte. Se quedó él muerto. Nunca lo enterré, ahí se quedó comido por los chuchos; ya no miré yo los huesos, se los volaron los chuchos», recuerda Nazaria, una de las sobrevivientes.

Como una hora y media después de que se silenciaron las armas, los helicópteros del Ejército fueron a recoger a los soldados golpeados y muertos. Realizaron más de cinco viajes, y obligaron a los hombres de San Antonio Las Trojes, una aldea vecina de San Juan Sacatepéquez, a que enterraran a los muertos cuando el río aún se encontraba teñido de sangre.

En 1996, decía don Laureano Morales Cumatzil, platicaban con su esposa sobre cómo  seguían viendo los huesos saliendo de la tierra, que habían quedado medio enterrados a poca profundidad. Los perros escarbaban y el río también escarbaba y exponía los huesos a flor de tierra.

Los sobrevivientes de la matanza de La Estancia de la Virgen se vieron obligados a marcharse de una vez. Ya no podían estar ni ahí, ni en ningún otro lugar cercano sin que los persiguiera el Ejército.

Después de las masacres del 18 de marzo de 1982, un grupo de Choatalum acudió al llamado de rendición que hacía el Ejército. El 12 de abril se entregaron en San Antonio Las Trojas, donde estuvieron cuatro semanas. Hasta que los fueron a dejar a Nueva Choatalum, una de las primeras «aldeas modelo» decretadas por Asuntos Civiles del Ejército.

«Ya estamos entregados. Cuando mi esposo se fue para San Martín, ahí lo agarraron los soldados. La fecha que se quedó es el 25 de julio de 1982. A mí me dijeron sus sobrinos: que él no va a bajar porque a él lo agarraron los soldados; lo metieron en un carro y se lo llevaron. Pero ese día se quedaron mi esposo, Celestino Patzán Cusanero, Cirilo Balán, Antonio Tun y Reginaldo Alvarado. Todavía yo pedí favor al alcalde auxiliar para que ellos hacen el favor, que van a ir a ver o lo van a ir a sacar, porque lo encerraron en una casona, el «gimnasio» le dicen. Ahí se estuvieron esas gentes, los ejércitos, ahí le hicieron saber qué. Yo he dado vuelta para que lo sacaran, pero ni los auxiliares no pueden entrar en ese lugar. Porque les dijeron [que] si entran por ellos, ellos también se van a quedar. Ahora ya tenemos 13 años que él se ha ido», recuerda una sobreviviente.

Muchos sobrevivieron; no todos fueron acabados, y la mayoría no se entregó al Ejército durante los seis meses siguientes. Siguieron siendo hostigados, aguantaron hambre. «Hay días sin comida, pero hay días en que se puede cocer malanga, cocer ayotes, y así se pasó la vida» entre marzo y octubre de 1982.

Historia moderna de Guatemala, de un monumento en el cementerio de Rabinal, Guatemala. Foto de Joshua Berman, bajo CC BY-NC-SA 2.0.-

Al abandonar el Ejército el lugar, los grupos de la Resistencia se retiraron rumbo al sur y otros agarraron para el norte. Hacia el sur siguieron el grueso de los de Las Lomas, acompañados ya con familias que habían abandonado distintas comunidades. Agarraron río arriba del Pixcayá, rumbo a su lugar de partida, entre los barrancos de Xesuj, Las Lomas y Tonajuyú, que era la ruta más corta usada por los mensajeros clandestinos. Distinta a la ruta que la Resistencia se vio obligada a seguir a finales de 1981.

Los dirigentes comunales consideraban que Pachay Las Lomas podía ser un refugio más efectivo, donde el Ejército tenía cuidado. Pero antes de entrar nuevamente a la aldea, resistieron siete meses regados en los barrancos y en el monte, con entradas intermitentes a los parajes. El Ejército mantuvo la presión sostenida con castigos y masacres.

Los miembros de la Resistencia que caminaron hacia el norte, para tocar las zonas de las fincas y los latifundios en dirección al río Motagua, mayormente eran de la Estancia de la Virgen, Choatalum y Chijocom, pero habían también de otras comunidades. La Resistencia había flexibilizado las fronteras de aldeas, pero no las había borrado. Su fuerza dependía de la organización por aldeas, parajes, grupos o escuadras.

El flujo de resistencia hacia las tierras cálidas del norte también había iniciado a cuentagotas a finales de 1981, cuando las familias habían empezado a pedir posada y trabajo en La Plazuela y Chipastor, y las otras fincas de la zona.

Pero en realidad habían empezado a huir de las acciones punitivas realizadas por el Ejército gubernamental. El 21 de noviembre de 1980 mataron a Felipe Álvarez, alcalde municipal; el 10 de diciembre secuestraron al primer concejal, y el 6 de enero de 1981 al segundo, con lo cual se cerró la sucesión del gobierno municipal en manos de los kaqchikeles. El 10 de abril de 1981 degollaron o ametrallaron a 22 indígenas de Chuabajito, aldea Patzaj; en junio quemaron tres casas de la Estancia de la Virgen y secuestraron a varios hombres; el 7 de septiembre cercaron el paraje Pachay, y mataron, ahorcadas o degolladas a 18 personas de ese lugar, de Panicuy y de Chipocolaj, entre quienes se encontraban María Elena Álvarez, María Natalia Álvarez, Camilo Atz, Hilarión Atz, Narciso Castro, Fabián Coj, José Pio Coj, Ángel María Méndez, Hipólito Patzán y Marta Quevedo. El 5 de diciembre del mismo 1981, los soldados reunieron a las familias de Choatalum y les advirtieron que «no se organizaran con la subversión”, y por la tarde, procedieron a secuestrar a veinte hombres y dos mujeres, a quienes se llevaron en un camión, después de que todos los residentes pasaran la revisión con cédula de identidad en mano.

El 2 de febrero el Ejército llegó al paraje Pacoj de la Estancia de la Virgen, identificaron a cinco catequistas de una lista, los golpearon y los mataron en público. Dejaron advertida a la comunidad sobre las consecuencias de «involucrarse en actividades delictivas con la insurgencia». Las familias empezaron a huir al monte, pero el 12 de febrero, cuando ocurrió la masacre, la mayoría aún se encontraba en sus casas.

Los militares, al mando del teniente Morataya, ingresaron a Pacoj haciendo pinza en tres direcciones del paraje, organizados en tres columnas. Se instalaron en la escuela, obligaron a las mujeres de la comunidad a traerles comida, y a eso de las cinco de la tarde desataron una balacera indiscriminada, «como la gran púchica; disparaban dondequiera y como pudieran».

Mataron a 35 personas en ocho casas y a otras afuera de sus casas. En total, murieron 48 personas. En una casa había una mujer y cinco muchachas, aprendiendo a tejer. Cuando más tarde los vecinos las encontraron, estaban amarradas a las sillas, con torniquete en cuello y degolladas con machete. Ahí también murió un niño. En otra casa mataron a balazos a 14 miembros de la familia, y a las mujeres las violaron. A siete personas más, las mataron fuera de las casas. A un hombre que intentó huir le dieron alcance, le cortaron la lengua y lo mataron.

Al día siguiente, cuando la gente pudo entrar al paraje, Emiliano encontró a su hija ya con las piernas medio comidas por los perros, y los cadáveres fueron enterrados en tres fosas, empilados los unos sobre los otros. Las exhumaciones posteriores mostraron las evidencias de la muerte a tiros y machetazos, y se encontró un cráneo separado del cuerpo.

Al día siguiente, el 13 de febrero de 1982, mataron a una familia completa en Pacojito, aldea Chijocón; y ese mismo mes, quemaron vivas a siete personas en el paraje Santa Teresa, aldea Choatalum, entre muchas otras operaciones de castigo y escarmiento.

Después de las matanzas del 18 de marzo de 1982, en la Estancia de la Virgen y la finca Catalán, la vertiente humana que se resistía y rebelaba ante el terror estatal seguía siendo masiva. Matar o secuestrar a miembros de las comunidades eran sentidos como atentados contra el fundamento del pueblo, de la identidad y de la vida. Las Lomas, Los Chayes, Chuabajito, Varituc, El Sargento, Estancia de la Virgen, Choatalum, Quimal, Chijocón, La Plazuela, Chipastor, la finca Santa Teresa, La Merced, San Antonio el Cornejo, Catalán, Santa Anita y San José las Canoas habían quedado prácticamente despobladas o medio habitadas.

Muchas familias que no abandonaron las casas y parajes, aduciendo que «no debían nada», igualmente encontraron la muerte en las operaciones ejecutadas por el Ejército guatemalteco.

La sociedad polarizada

La sociedad se encontraba cruelmente polarizada. Las respuestas guerrilleras no tenían la capacidad para neutralizar la política gubernamental de tierra arrasada, mientras que la Resistencia local exigía fidelidad. A las familias aún no alineadas se les exigía que tomaran partido; la traición real o supuesta era un delito que se castigaba con la muerte.

«Aunque todo duele, pero qué le hacemos; en ese tiempo, definitivamente, fue una lucha cuerpo a cuerpo. La política nos dominó la mente, no mirábamos si es hermano o primo; nos descontrolamos o tal vez llegó a cumplirse lo que dice la Biblia, lo que venían anunciando los catequistas antes, cuando nos encontramos en la reunión: “Tiene que haber una lucha de cuerpo a cuerpo, y definitivamente hubo. Es cuando decían ellos que se tiene que cumplir la Escritura. No hay quien venga a cumplir la Escritura, nosotros la cumplimos. Así fue, fuimos contrarios con nuestro propio vecino», recuerda Pío.

Después del 18 de marzo, la Resistencia, de forma intermitente, regresaba a los parajes, y cuando el Ejército ingresaba a las aldeas volvían a replegarse en los chaparrales, barrancos, cuevas y hondonadas que servían de refugio, principalmente en las riberas del río Pixcayá. El Agua Caliente, un nacimiento de agua cercano a Choatalun, era uno de los refugios intermitentes frecuentados por la Resistencia, donde encontraban comida, malanga, chipilín, quilete. Y como era tiempo de jocotes de corona y naranja, se organizaban grupos para ir a cosechar la fruta. Había un responsable de racionar y repartir la comida. «Nosotros de papás ya no comíamos; los frutos se los dábamos a los patojos».

La orilla del Pixcayá a inmediaciones de Chipastor y San José Las Rosas, muy cercanos a la ciudad de Mixco Viejo, fueron también escondites de la Resistencia.

Antes de que los de Chipastor fueran parcelarios, habían sido mozos colonos de la finca San Luis Los Oros, propiedad de Francisco Albúrez. A cambio de tres días de trabajo por semana para la finca en el procesamiento de caña de azúcar en los trapiches y el mantenimiento del ganado vacuno, el propietario autorizaba a los mozos a cosechar los granos básicos de subsistencia en parcelas delimitadas dentro de las fincas . «Si no lo hacíamos, lo echaban a uno».

Los catequistas de Chipastor llamaban a las familias a acoger a las personas de la Resistencia que llegaran con niños y pidieran posada. La primera que llegó fue una mujer con sus tres hijos, y en la noche de ese mismo día se incorporó su esposo, proveniente de la Estancia de la Virgen. Poco a poco, por las noches se sumaban más familias, que llegaban sin nada, y había que proporcionarles alimentos, ropa y dónde dormir.

El caso de Sepur Zarco: mujeres guatemaltecas reivindican justicia. Galería de Mujeres/ONU. Bajo licencia CC BY-NC-ND 2.0.-

En la medida en que los núcleos de la Resistencia aumentaban, prefirieron éstos trasladarse del paraje a las orillas del río Pixcayá. El mismo lugar en que los antepasados de los de Chipastor buscaron refugio cuando el patrón pagó a los hombres de la finca El Chocolate y de otras aldeas para que los desalojara de la finca por haber formado un grupo sin nombre que luchaba por liberarse de las ataduras del trabajo para el patrón.

En 1982, los de la Resistencia permanecieron unos dos meses ahí, en la orilla del río Pixcayá, hasta que los comisionados militares de la aldea Las Escobas informaron al Ejército sobre lo que estaba sucediendo en uno de sus parajes.

En junio de 1982, con el arribo de la infantería, las familias de la Resistencia intentaron atravesar el río Pixcayá para continuar su marcha, ya en jurisdicción de los Sacatepéquez. El río estaba crecido en época lluviosa; algunos padres intentaron jalar a sus pequeños, pero el río se los llevó. La infantería recibió refuerzo aéreo del lado de San Juan Sacatepéquez.

«El 20 de junio de 1982 solo nos faltaban pocos kilómetros para atravesar el río. Nos pusimos a caminar cuando salió el sol. Yo sólo les dije que pasemos luego el río porque hay pocos árboles grandes, y es peligroso si nos miran los del Ejército porque van a decir que somos guerrilleros. Pero las mujeres embarazadas, los niños y los ancianos caminan muy despacio. Nos alcanzó mucho el sol. Yo les decía a todos: “Caminemos más ligero”. Nosotros estamos ya del otro lado, llamando con el sombrero; desde una loma les llamamos, pero no quiere pasar la mayor parte de la gente porque el río estaba crecido.

Como a las doce del día oímos que viene un helicóptero por el lado oriente, como por la Escuela Politécnica, y viene atrás otro. Nosotros nos internamos en el bosque y nos escondimos bajo los árboles. La gente del otro lado del río comenzó a correr, también los niños y los hombres y los ancianos. Pero no hay árboles cerca y el helicóptero y el otro también comienzan a disparar desde el aire. Nosotros vimos como caían muertos. Éramos como treinta y cinco familias y ciento cincuenta gentes. Sólo quince llegamos a San Juan Sacatepéquez, y nos fuimos para la capital».

Al norte, en la frontera con El Quiché, había otros grupos de la Resistencia provenientes, no sólo de Jilotepeque, sino también de San José Poaquil. En agosto fueron cercados por el Ejército en La Cumbre (por donde colindaban la antigua finca Los Magueyes, San José Las Canoas y Canajal de Medina), cuando se desplazaban siguiendo una columna del Frente Tecún Umán de las Fuerzas Armadas Rebeldes (FAR).

Se bifurcaron: la columna guerrillera siguió en dirección al occidente, hacia Santa Anita Las Canoas con el propósito de abandonar el territorio, y los de la Resistencia siguieron hacía el oriente. El Ejército interrumpió la marcha de la Resistencia el 17 de agosto con el uso de artillería, ametralladoras y granadas, dejando un saldo de más de cien muertos. Luego, los soldados se ensañaron sembrando estacas en el cuello, estrangulando y ahorcando a las víctimas. Quemaron las casas de los mozos colonos de las fincas San José y Santa Anita Las Canoas, que en aquel entonces pertenecía al complejo agrícola de los hermanos Julio Héctor y Juan Córdova Cerna.

El lunes 25 de septiembre de 1982, tuvo lugar la otra acción punitiva contra la Resistencia en San José Las Rosas, aldea Choatalum. Ahí quedaron casi un centenar de muertos. Gregoria fue sobreviviente, primero de la masacre de la finca Catalán Las Mercedes y después de la masacre de San José las Rosas:

«Nosotros huimos, ¿Qué vamos a comer? Ahí se quedan muertos de hambre, carrera, carrera y carrera.  Enfermo con su manita carrereando bajo del agua vamos. En la primera masacre se quedaron como chuchos, niños; todos se quedaron. Se mueren de hambre, sólo le meten el dedo bajo el monte y se van las mamás carrera y carrera. La última masacre, cuando se quedó mi esposo, a mí me toco un balazo.

Como el soldado nos carrerearon con mi muchachito como de ocho o diez años. “Párense, hijo de la gran puta”, decían los soldados. Creían que era hombre mi patojo. Yo me tiré al suelo, se fue él. Vi cuando los soldados carrerearon a mi patojo. Como es de noche, cuando yo miré se acabó la punta del zapato; gateando, gateando, me reculé para atrás. Me fui a meter a una cueva y se regresaron. Tres soldados me vinieron a buscar. Me maltrataban.

“Hijo de tu madre, hijo de la gran puta, no la mataste; hoy si te mató”, decía el jefe de los soldados. Yo temblaba adentro de la cueva; en eso se fueron para la escuela. Gateando, gateando para arriba me fui. Y mi hijo ¿dónde está? Muerto ahí, muerto allá. Ay, Dios, de noche, huis, para dónde estás, sólo muerto mirás. Agarramos camino de noche. Pasamos un potrero.

Mi esposo se quedó muerto, yo no sabía nada hasta cuando dijeron que se rinda la gente. Nosotros agarramos para la Estancia de la Virgen. Ya no mirás, mi papá se quedó, me dijo mi difunto, mi yerno. No hay consuelo, pero yo no lo creo. Él se quedó el 25 de septiembre de 1982 en San José Las Rosas».

«¿Cómo lo supe? El 7 de octubre, para venir aquí a la Estancia la Virgen, resultó una remisión de gente con una bandera blanca: ahí va mi patojo. Ahí me dijeron que mi esposo murió. Y dijeron que tres escuadras se van para San José Las Rosas. Yo me metí, sólo un rebozo amarré en la cintura. No, mamá, no se vaya, me dijo mi patojo. Yo sí me fui. Me voy a ver tal vez que está, como él es rezador. Mira, mija –me dijo un día– yo ya no aguanto. A ver dónde me voy a quedar, donde vas encontrar mi Rosario, ahí estoy. Yo si me fui, me metí adentro de la escuadra, y ahí donde nos acostamos con mi esposo. Ahí estaba el hoyo, lleno de sangre. Se está secando, ahí está su Rosario. Pedacitos. Ahí está su morralito. Hasta ahí, dije yo, mi esposo murió. Pero dice que fue enterrado. Pero en un hoyo les metieron a 20».

En el segundo trimestre de 1982 grupos de la Resistencia empezaron a rendirse. El Ejército, con las operaciones de castigo y las matanzas, había logrado el objetivo de quebrantar la Resistencia, que no necesariamente correspondía a los pulsos de las agrupaciones guerrilleras.

Los del sur del Quiché fueron los primeros que se acogieron a la amnistía. En Chimaltenango algunos grupos de la Resistencia cedieron a las presiones del Ejército después de las matanzas del 18 de marzo de 1982, cuando decenas de kaqchikeles se rindieron o se amnistiaron en el paraje San Antonio Las Trojes en la aldea Cruz Nueva del lado de los Sacatepéquez. No fue sino hasta los primeros días de octubre que empezó a generalizarse la concentración y las comunicaciones con el Ejército para hacer efectivo el proceso de amnistía masiva.

Pero el terror se exacerbó y se mantuvo. En la mañana del miércoles 13 de octubre de 1982 una columna de soldados proveniente de San José Poaquil ingreso a la finca de mozos colonos de Santa Anita Las Canoas, al mando del capitán Díaz y el teniente Morataya. Reunieron a las familias en la escuela por la mañana y por la tarde. Separaron a los hombres, a las mujeres con los niños y a los ancianos En la noche auxiliados por una linterna los oficiales continuaban alumbrando la cara de la gente y revisaban la lista y exigían la opinión de un hombre encapuchado originario de Poaquil que había sido secuestrado previamente.

Seleccionaron a 24 hombres, que fueron trasladados a una bodega anexa a la Iglesia Católica. A los demás hombres los militares los encerraron dentro de la Iglesia en donde pasaron toda la noche.

En la mañana del 14 de octubre los soldados sacaron a los hombres que se encontraban en la bodega en dos grupos de seis. A los doce los amarraron a unos postes cerca de la Iglesia y el capitán ordenó a los soldados proceder al fusilamiento delante de las familias. Según vociferaba el capitán Díaz, con eso estaban sacando a los “tomates podridos”. A dos que se habían salvado del fusilamiento, el capitán obligó a los hombres de la comunidad que los tirarán en un pozo donde murieron ahogados. El capitán ordenó a los patrulleros de la llamada Autodefensa Civil que los enterrarán en cuatro fosas.

Una vez acabado el trabajo de matar, los militares exigieron que les trajeran comida, y desayunaron ante los despojos humanos. Robaron enseres y ordenaron a los patrulleros quemar las casas de dos familias que habían logrado huir, menos las láminas que aprovechó el Comisionado Militar.

Mientras los fusilamientos se realizaban en Santa Anita las Canoas, la aldea la Estancia de la Virgen se convertía en el lugar de acogida de los grupos de la Resistencia del norte y oriente sanmartineco que se concentraban para rendirse. Las colas de gente se miraban bajar desde las laderas que llevan al paraje Tres Cruces. Casi dos kilómetros de personas hacían cola esperando ser interrogadas y registradas minuciosamente con cada uno de sus nombres por miembros del Ejército al mando del teniente Morataya hasta el 17 de octubre.

Después de tres días, los militares autorizaron a los de Choatalum a regresar al centro de su aldea, donde se había instaurado una aldea modelo, y después de más de tres meses se autorizó a las familias a iniciar el retorno a sus tierras en los distintos parajes, incubándose desde entonces rencillas en torno a la tierra.

Día de rendición

El 20 de octubre de 1982, aunque habían pensado hacerlo un día antes, pudieron esperar una fecha significativa pese a los ultimátum anunciados por el gobierno militar: la celebración del 38 aniversario de la llamada Revolución de Octubre, para que más de cinco mil personas de la Resistencia, incluidas familias de Comalapa y Poaquil, situadas al occidente de San Martín, caminaran 20 kilómetros hasta Chimaltenango alzando banderas blancas en señal de paz y rendición. El Ejército buscó atajar la marcha y devolver a los que aún consideraba rebeldes en camiones a los parajes para evitar la cobertura de la prensa.

Al no lograrlo, los militares esperaron a que la marcha arribara a los alrededores del palacio de la Policía de Chimaltenango, no para recibirlos, sino para cercar a la multitud. Los soldados aparecieron por los cuatro puntos cardinales y se pusieron en posición de combate, pero «como ya estábamos en el parque, allí sí que estábamos esperando a ver qué pasaba». La Resistencia había logrado su objetivo: no rendirse de forma silenciosa y exigir el reconocimiento de ser una fuerza civil, pues hasta entonces el Ejército propagaba a los cuatro vientos la mentira de que combatía a fuerzas armadas de la guerrilla.

A esas alturas los pueblos del altiplano central estaban totalmente cercados. Estaba prohibida toda entrada y salida libre de los distintos municipios. En las entradas de cada pueblo y cada aldea o paraje había núcleos de patrulleros civiles obligados a registrar a los transeúntes locales y a los extraños.

Nadie podía llevar a cabo alguna iniciativa sin contar con el visto bueno del jefe militar de la jurisdicción departamental y municipal. Tanto en el sur del Quiché, Chimaltenango y el norte de Sololá, la reconstrucción de las aldeas corrió a cargo del pulmón de las comunidades indígenas. Los patrulleros civiles y los comisionados militares que se involucraron en acciones punitivas con el Ejército estaban comprometidos desde antes con los militares, los finqueros y el Gobierno.

Pero los de la Resistencia que fueron obligados a cumplir la vigilancia dentro de las Patrullas de Autodefensa Civil (PAC), no estaban aprendiendo nada nuevo, pues ya estaban acostumbrados a estar vigilando al Ejército cuando entraba a hacer desmadres a las comunidades. Así que cuando «se instalaron las PAC, para nosotros no fue mayor cambio; nos dijeron que controláramos a los subversivos, pero quiénes nos iban a venir a chingar si nosotros fuimos, cómo nos van a joder si nosotros fuimos parte de la guerrilla. Pues más bien nos quedamos tranquilos».

Mucho del tiempo muerto dentro de los turnos de las patrullas civiles fue usado más bien para pensar y organizar la reconstrucción de los parajes, los caminos y las actividades de las aldeas. Pese a todo, la vida continuaba y, de muchas maneras, el histórico sentido de resistencia de los pueblos, llevado a límites inimaginables, permitió la sobrevivencia y reconstrucción de las comunidades, aún en aquellas que fueron duramente golpeadas.


Marta Estela Gutiérrez es antropóloga guatemalteca. Investigadora social, autora de estudios fronterizos y de historia inmediata.

Publicado con autorización de la revista digital Barracuda Literaria, en donde se publicó originalmente este estudio.

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