Aquel renovado Robinson Crusoe y Juan Domingo Perón
Quizá no fue solo el espíritu de aventura, sino fundamentalmente una gran ambición, la misma que caracterizó el espíritu colonialista británico, lo que llevó a aquel aventurero inglés natural de York a desechar los consejos de su anciano padre y embarcarse, a mediados del siglo XVII, para navegar por los mares del mundo.
Vanos fueron los esfuerzos paternales por hacerle comprender aquella rudimentaria lección de sociología casera, según la cual la clase media era el estado más apto para vivir una vida cómoda y placentera, porque no estaba expuesto a las miserias, privaciones, trabajos ni sufrimientos del sector más postergado de la humanidad; tampoco a la vergüenza, al orgullo, la ambición ni a la envidia de los que pertenecían al sector más alto.
De esa forma, se esforzaba el padre en afirmar, los hombres pasaban tranquila y silenciosamente por el mundo y partían cómodamente de él, como así que de no aceptar aquellas lecciones terminaría siendo el mas desgraciado de los hombres. Por demás aburrido debió aparecer semejante aburguesado panorama ante los ojos de aquel espíritu ambicioso.
Fue quizá por eso que Róbinson Kreutznaer, inscripto sin embargo como Crusoe, por la natural deformación de las palabras que se hacía en su país, según solía contar a quien quisiera escucharlo, se lanzó al mar en setiembre de 1651, desoyendo los argumentos paternos.
Inconducta similar mantuvo unos años antes su hermano mayor, decidido a alistarse en la infantería inglesa, donde llegó a ser coronel, para morir finalmente en la batalla de Dunkerque contra los españoles.
Como era de esperar, muy pronto aparecieron los infortunios de aquel aprendiz de aventurero y las penurias y desdichas se prolongarían durante años. Así como en poco tiempo supo acumular dinero, mostrando condiciones de buen comerciante, de un momento a otro pasó a ser esclavo de corsarios moros.
Persecuciones, huidas, caídas, fortunas, naufragios, fueron parte de su derrotero durante casi ocho años, en los que más de una vez recordó con cierto pasajero remordimiento las palabras de su progenitor, hasta recalar, naufragio de por medio, en una isla ubicada en el Pacífico Sur, a la que bautizó con el nombre de Isla de la Desesperación.
Allí tuvo tiempo suficiente y un entorno favorable, rodeado de una magnificente naturaleza, para interesarse en la lectura de la Biblia, llevar un cuidadoso registro de sus días y hasta hacerse de un amigo aborigen, a quien con la naturalidad propia de quien se concibe superior, bautizó con el nombre de Viernes y convirtió en una suerte de contraparte de sus desventuras.
Casi trescientos años después, un militar que había sido también durante casi nueve años presidente de un país suramericano, elegido y apoyado masivamente por el voto popular y luego destituido por una conjura de sus pares, por lo que debió partir al exilio, habría sido visto en las proximidades de aquella misma isla. Con el paso del tiempo, ahora formaba parte de lo que se conocía como el Archipiélago Juan Fernández, o Isla de Robinson Crusoe, perteneciente a la República de Chile.
Sin duda fueron distintas las motivaciones del aventurero inglés, respecto de las que gobernaron la conducta de aquel ex presidente, preocupado seguramente por encontrar un lugar donde guarecerse de la persecución internacional que sobre él pesaba. Ello, a raíz de un juez en lo penal de su país que lo acusó de los delitos de traición a la patria y asociación ilícita, razón por la cual había ordenado su prisión y extradición.
De tal modo, la prensa mayoritaria lo llamaba el “tirano prófugo”, aunque esa no era la única denominación, ya que otros preferían llamarlo “dictador depuesto”.
Aquella medida judicial se correspondía con las penurias que sufrían millares de sus compatriotas que lo habían acompañado y a consecuencia de ello eran perseguidos, encarcelados, torturados y hasta asesinados en su propio país. Aquel en donde los militares conjurados se autodenominaban “libertadores” y sus principales mentores se atrevían a afirmar que “la democracia era asunto de los demócratas” y para eso estaban ellos, a quienes nadie había votado.
La información suministrada por las agencias noticiosas de donde todo esto sucedía, daba cuenta de importantes revelaciones dadas a conocer el día anterior. Se trataba de “intentos de infiltración en Chile, de los seguidores del presidente depuesto”, con la finalidad de continuar desde aquel país la implementación de los planes contra el gobierno de facto. Por allí andaba liderando al grupo Julio Ghizzardi, un electrotécnico que unos años antes, había recorrido su país creando usinas y en ese momento entraba y salía clandestinamente del país vecino, contactando a otros compatriotas argentinos. Se trataba de uno de los tantos comandos de exiliados que en varios países americanos y en consonancia con los que también habían comenzado a organizarse puertas adentro, pugnaban por crear las condiciones para el retorno del líder depuesto.
Según aquellos mismos partes, la presencia del ex mandatario en el archipiélago Juan Fernández se habría registrado “…justamente en el período durante el que se carecieron de noticias sobre su estada en Panamá…”, que fue uno de los varios países por donde había recalado durante su prolongado exilio, que a esa altura ya incluía Paraguay y Venezuela.
La noticia continuaba señalando que habría permanecido en una residencia veraniega perteneciente a la periodista y poetisa uruguaya Blanca Luz Brum, a quien se la habría visto poco tiempo antes mientras embarcaba en la Goleta “Cap. Horne” amarrada en el puerto de Valparaíso y donde, conforme a aquella misma información, residiría el denominado “gobierno adicto en el exilio”.
La señorita Brum, como se la llamaba, conocida también como discípula del peruano José Carlos Mariátegui, supo residir en Argentina acompañando al artista plástico David Alfaro Sequeiros, durante el tiempo en que el mexicano se sumergió en el sótano de la quinta de Natalio Botana, el director del diario porteño Critica, para pintar un famoso mural. A ella precisamente, se la habría visto transportado muebles y utensilios con destino al archipiélago para hacer más grata la estadía del prófugo.
En Argentina, mientras tanto, algunos diarios reproducían los cables llegados del exterior. El viernes 18 de mayo de 1956, el diario platense El Argentino, haciéndose eco de aquellas noticias, publicó una nota con información suministrada en nuestro país por la Agencia Saporiti que tituló “ Perón, nuevo Róbinson tendría ya su gobierno en nueva isla”.
La fórmula gramatical utilizada por la información periodística, permiten intuir, que como en el caso del aventurero inglés, ambas historias fueron el producto de la imaginación.
La que dio vida al personaje de Róbinson Crusoe, obedeció al vuelo literario del escritor Daniel Defoe, quien la escribió en 1719, aunque aparentemente se habría basado en las vivencias de Alexander Selkirk, un marinero auténtico.
La otra, que tuvo como protagonista al ex Presidente Juan Domingo Perón, obedeció a la pulsión mediática, o más bien al uso de la comunicación pública, con finalidad política, de los periodistas chilenos Raúl González y Rafael Otero Echeverría, basados en la denuncia que formularon los parlamentarios trasandinos Florencio Galleguillos Vera e Isauro Torres, luego de una “profunda investigación“. Se trataba, vale decirlo, de dos opositores al gobierno del Presidente Ibáñez con quien el ex mandatario argentino supo tejer muy cordiales relaciones, lo que explicaba el contenido de ese suelto.
Claro que este caso, no sería la única vez ya que, durante su exilio, el imaginario popular daría también lugar a otras recordadas fantasías, por caso, la del “avión negro”, que durante años serían la expresión colectiva de un deseo compartido: el retorno de Juan Perón a su Patria.