Arde Nôtre Dame y las altas torres de Occidente

Todo el mundo, literalmente, vio el fuego ganando las alturas. Como si las llamas fueran escupidas por las gárgolas de piedra inmemorial: Nôtre Dame se incendiaba. Era el 15 de abril del año 2019 pero esa fecha no tiene ninguna importancia porque es parte del tiempo; mientras que “la catedral de las catedrales” era parte de la eternidad. O al menos lo era en el imaginario de los cristianos del mundo. Los expertos diagnosticaron un accidente laboral. La opinión pública pensó en un insidioso atentado. Pero acaso eso no sea lo verdaderamente importante ya que, sea cual fuera la causa el fuego, hay una sola cosa cierta: y es que las grandes torres de Occidente están ardiendo.

“First we take Manhattan” (Leonard Cohen)

Primero fueron las gemelas de Nueva York, símbolo del imperio estadounidense y del Dios dinero; estas jovencitas de 28 años y 417 metros de altura. Luego fueron estas otras gemelas también, pero de nueve siglos como Matusalén y 69 metros, símbolo de la Edad Media y la Teología. Es decir, del catolicismo o de ese nuevo Dios o concepto de Dios establecido por el sacerdote Santo Tomás de Aquino, uniendo en bodas perpetuas la razón con la fe.

Sin embargo, lo más horrorosamente conmovedor (“bouleversent”, como dicen los franceses) no fue el morboso parecido entre este incendio y el de las Twin Towers (el mismo humo blanco más parecido a un hongo nuclear que a una fogata; la misma gente mirando entre angustiada e idiota; la misma inminente sensación de que algo inamovible está por derrumbarse). No. Acaso lo más horrible fue la caída de la aguja de cien metros; ese pararrayos contra la incredulidad del mundo que rodó por el aire.

“The Omen” (Richard Donner)

Fue una escena tan parecida a “La profecía” que el film pareció volverse doblemente profético. Porque en aquel thriller de 1976 el padre Brenan, un monje arrepentido de su silencio cómplice y con el convencimiento de una misión (una cruzada personal, una guerra santa humanitaria) vuela desde Roma a Washington para advertirle al cónsul (a Gregory Peck) que su hijo es el “anticristo”.

Luego de la entrevista, el cura se encuentra solo en medio de un parque cuando se desata un viento apocalíptico. Brenen ya sabe quién ha enviado el vendaval. Entonces corre desesperado hacia una lejana capilla, última tabla de salvación en medio del parque. Pero las puertas no se abren a sus golpes. Y más que llamar, aquellos puñetazos parecieran haber aflojado la aguja de la iglesia. Y aquella lanza quijotesca pero sin ideales (mucho menos católicos), cayendo desde lo alto lo atraviesa en cuerpo y alma.

“A woman clothed with the sun” (St. John)

Entonces uno se pregunta a qué silencio cómplice atravesó la aguja de Notre Dame una tarde de abril. Qué forma de catolicismo está muriendo atravesada o incendiada; qué guerra santa o qué cruzada sufrió un revés irreversible en la “isla de la ciudad”. Y sobre todo, uno se pregunta por qué arden todas las torres de Occidente desde Babel en adelante. Las del Súper Hombre del Génesis en Babilonia, la del Dios de la Teología en París o la del Dios del dinero en Nueva York (“In God we trust”). Y por qué se demuelen a martillazos los símbolos sagrados y los altares de la antigüedad en Iraq; los toros alados de Azur (los “lamashu” del museo de Mosul) o se profana la tumba de Jonás, el primer profeta “enviado de Dios” (Yahvé) a Nínive (actual Mosul también, para más coincidencias).

Sí. Uno se pregunta qué cosa está por caer o qué cosa cayó hace tiempo en Occidente. Y también a manos de quién ¿Es la guadaña de la muerte en forma de media luna de Oriente o hay algo más?

¿No será que el agente material no importa tanto como el símbolo sustancial? ¿No será que los tiempos anunciados por el Apocalipsis están llegando?

¿No será que la mujer vestida de sol está huyendo una vez más al desierto, allá donde no hay torres que caen sino sólo grandes soledades que se abren?

¿No será que la catedral de las catedrales ardió al soplo del Dragón Rojo que ayer estuvo de paso por París y que las gárgolas festejaron con sus hocicos en llamas?

Por eso las miradas de horror de esta tarde. Por eso la mirada enloquecida del ojo de Quasimodo. El único que hace doscientos años pudo ver el fuego de este día.

Autor

  • Ivan Wielikosielec

    Escritor y periodista argentino (Córdoba, 1971). Ha publicado libros de relatos y poesía (“Los ojos de Sharon Tate”, “Príncipe Vlad”, “Crónicas del Sudeste”). Colabora para diversos medios gráficos e instituciones culturales.

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