Cátulo Castillo (Buenos Aires, 1906 – 1975)

MADRID – A José González Castillo, padre de Ovidio Cátulo Castillo, le estallaba la vida en múltiples gestos que convirtieron lo extraordinario en cotidiano. Cuando consideró llegada la hora de hacer pareja, “robó” a la que fue su mujer de la casa familiar encabezaba por un cuidador de caballos, en la ciudad de La Plata. La llevó a compartir vivienda y existencia en Buenos Aires, donde -en 1906- nació su primer hijo.

Apenas enterado del nacimiento abandonó raudo el trabajo que tenía en Tribunales y corrió a su casa para- con los brazos levantados- ofrecer a la bendición de la lluvia del cielo, al recién nacido. Era el 6 de agosto, con helada lluvia invernal que ocasionó en el niño una peligrosa pulmonía.

Más tarde, cuando debieron anotarlo en el Registro, movido por sus inclaudicables ideas libertarias pretendió apuntarlo con el nombre Descanso Dominical, en honor de una conquista obrera que precisamente acababan de lograr con su lucha los sindicatos anarquistas en Argentina. La oposición del empleado del Registro y el empeño de los amigos presentes lograron disuadirlo a cambio de que su hijo se llamara como los poetas latinos, Ovidio Cátulo. De esta forma evitaba repetir los nombres del santoral cristiano.

Una sorprendente historia contada por el destinatario que, a la larga, abrevió sus señas en Cátulo Castillo que es como se lo venera en el vasto mundo del tango.

Su juventud

Vivió adolescencia y juventud en el barrio de Boedo donde su padre don José había fundado una Universidad Popular y una peña de artistas. Allí hizo sus estudios Cátulo, con intermitentes faltas de asistencia porque iba a jugar al billar y a entrenarse en boxeo, deporte en el que logró importantes triunfos como amateur. No obstante, era asiduo a las clases de música que impartía una profesora de la que se sentía profundamente enamorado. (“¡Benditas tus piernas, mujer!”).

Desde muy temprano empezó a componer y entre las magníficas perlas que ofrece su vida, está el haber sido autor de la música para la mayoría  de las letras de tangos de su padre, hombre de palabra escrita en poesía, teatro, ensayo y de vibrante oratoria. Tenía 17 años cuando registró Organito de la tarde, el primero de una serie de tangos que continuó componiendo hasta la muerte de Don José González Castillo, en 1937. El gran libertario había impregnado la vida de su hijo Cátulo como la de los más avanzados muchachos de esa generación, entre quienes estaban Manzi, Piana, Discépolo y otros de diversas procedencias artísticas.

Poeta, profesor y gremialista

Cátulo sintetiza muchas dedicaciones entre las que descuellan en sus comienzos la música como creación y docencia, pues fue profesor y finalmente director del Conservatorio Municipal Manuel de Falla. Luego la poesía tanguera, quizá su más elevada obra. Y finalmente con el magisterio musical y humano, destacó también en la actividad gremial a través de  diversos organismos que agruparon a sus colegas en el fructífero camino de la cultura popular.

Ha escrito letras musicalizadas por Delfino, Maffia, Vardaro, Piana, Gutiérrez, Mores, Pontier … Y con Aníbal Troilo su más intensa colaboración que abarca 25 bellos temas.

¿Qué trae la poética tanguera de Cátulo Castillo?  Tras la muerte de su padre se dedicó a escribir antes que componer tangos, aunque es insoslayable su apoyo al perfeccionamiento del género a través de la docencia y la formación de músicos. Su letrística ascendente lo lleva a figurar como una supernova en el espectro de los mejores autores. Cultivó el tono evocativo a la vez que la indagación existencial, trajinando las perplejidades que acucian el horizonte filosófico contemporáneo. Su lenguaje siempre ha recalado en cierta sencillez donde la gente de tango, por más serio que fuera su asunto, pudiera reconocerse sin extraviarse. Cátulo amaba a los pobres, a los desheredados y a los animales. Realizó exploraciones paradigmáticas en la literatura romántica y maldita, viajes iniciáticos por la amplia cuenca del mediterráneo donde el tango hunde sus ulteriores raíces. Luego en su temática volvió al barrio, al perímetro novelado de su infancia y juventud, al crisol de las primeras y definitorias sensaciones que le dieron identidad.

Podríamos tensar la fecunda obra en dos composiciones que explicitan perfiles de Cátulo: Tinta Roja y La Última Curda. Allí están la nostalgia de las cosas con las que uno se asomó a la vida y se le hicieron verdad simbólica personal, como la soledad ante el amor ausente y la devastación del tiempo que acaba inutilizando la pasión cuando la estancia en la nada se vuelve definitiva. Pero la carnalidad de otros poemas también nos reclamaría reiterar búsquedas felices, pues la recompensa prometida es auspiciosa y fecunda. Una Canción, Caserón de tejas, A Homero, Desencuentro, El último café, son verdaderas estancias en atmósferas poéticas. Tenía el sentido de la música en las palabras, además de las rimas globales e internas. Los sonidos elaborados por distintos compositores recurrieron muchas veces al oído del gran maestro en sonoridades, siempre empeñado en embellecer el arte popular.

Cátulo castillo (buenos aires, 1906 – 1975)
Cátulo Castillo (izq.) con Juan Domingo Perón en 1953. Foto: W.

Puede señalarse como importante en su vida la actividad gremial a la vez que la política relacionada con la cultura. Se comprometió abiertamente con el peronismo que le confió la Comisión Nacional de Cultura. Por esto fue represaliado por la dictadura de 1955 con el despido de su trabajo y la congelación de sus derechos de autor en SADAIC, aberración que lo obligó a recluirse lejos de los ambientes tangueros y gremiales durante una temporada.

Retornó convocado por los miembros de la sociedad de autores para ocupar la secretaría general. Los afectos por su magisterio y generosidad lo premiaron en la década de 1960 y 1970. Falleció en 1975.

 

 

 

Acerca del tango La Última Curda (1956), una memoria

Diversos poetas del tango han confesado al bandoneón sus penas extremas. “Has querido consolarme/ con tu voz enronquecida…” (Pascual Contursi), “Hay un fuelle que rezonga/ en la cortada mistonga…” (Le Pera), “El duende de tu son/ che bandoneón/ se apiada del dolor/ de los demás…” (H. Manzi), “Alma de bandoneón/ alma que arrastro en mí…” (Discépolo), “Mi viejo fuelle querido/ yo voy corriendo tu suerte…”(Cadícamo), etc.

En este tema de Cátulo Castillo las confesiones al bandoneón no tienen carácter de queja, ni imprecación, ni pedido. Es como una oración. Sí, pues la primera palabra del poema es una acción que produce el bandoneón en el corazón del poeta: “…lastima/ tu ronca maldición maleva…” Y su lastimadura se transforma, se subvierte en “lágrima de ronque me lleva/ hasta el hondo bajo fondo/ donde el barro se subleva…” El bajo fondo, subsuelo de toda superficie pulida o estriada, en la rugosa realidad. El bajo fondo, barro de lo real siempre presente y sublevado para no convertirse en el rebaño de corderos que, estúpidamente conformados y confortados, aceptan las migajas que les dan. ¿Quiénes las dan? Aquellos que por un monstruoso equívoco tienen… lo que nos han robado y resuelven en abstractas justificaciones las falacias de su condición de amos.

“Ya sé, no me digás/ tenés razón…” como si ya supiera el poeta lo que el bandoneón le va a revelar. Digamos que revelarle lo que ha puesto en el instrumento, equitativamente, lo que se siembra se cosechará. “La vida/ es una herida absurda…” Lastimado el artista, lastimado el bandoneón por aquella terrible belleza, la vida es una herida absurda… absurda porque todo lo que levantemos se derrumbará con la muerte. Para los otros queda esta conversación poeta-fuelle que no va de mártires. Ocurre aquí y ahora, como la vida misma. Ni después de la resurrección, ni después de la famosa dictadura del proletariado. Ahora ocurre todo y más…porque “es todo  tan fugaz…” incluso lo que uno pueda “confesar”, aunque parezca una tautología…

Tal vez algunos no estén heridos, la hora de la conciencia no se generaliza. Tal vez, por encontrar los señalados gurús de la actualidad y aclararnos, un ingeniero orondo de la civilización científico-técnica a secas, no sienta heridas en el alma. Le bastará con mirar y no ver su entorno… ni siquiera la escandalosa isla de plásticos y porquerías tan grande como la mitad de Europa, que hoy navega a la deriva por el Pacífico. Nuestras basuras echadas en la piel del denigrado planeta, que tiembla ante la posibilidad de que cualquier mandamás pueda de golpe jugar a los cowboys y ponerse a apretar botoncitos nucleares de destrucción masiva.

Visto el panorama de condenas y fracasos, le interpela y pide al bandoneón que le hable “…simplemente/ de aquel amor ausente…” El son y el licor son la misma sustancia que arreará, embridará la tropilla de fogosos caballos del corazón en la última curva de la vida. Pero con el ventanal cerrado al sol, pues el poeta viene “…de un país/ que está de olvido, siempre gris, tras el alcohol…” que le ha dado la extrema lucidez sobre las frustraciones existenciales y políticas dentro de la fugacidad de la vida.

No se explica por un comentario. Como la gran poesía, se capta por la intuición… de las formas que soñaban en su trance los grandes trágicos griegos. Hay extraordinarias y más de cien versiones de este tango hecho sobre música de Aníbal Troilo. Elegiría la de Roberto Goyeneche con la Orquesta del mismo Troilo.

 

La Última Curda (1956)

Lastima, bandoneón,

mi corazón

tu ronca maldición maleva…

Tu lágrima de ron me lleva

hasta el hondo bajo fondo

donde el barro se subleva.

Ya sé, no me digás ¡Tenés razón!

La vida es una herida absurda,

y es todo, todo tan fugaz

que es una curda, ¡nada más!

mi confesión…

 

Contame tu condena,

decime tu fracaso,

¿no ves la pena

que me ha herido?

Y hablame simplemente

de aquel amor ausente

tras un retazo del olvido…

¡Ya sé que me hace daño!

¡Ya sé que te lastimo

llorando mi sermón de vino!

Pero es el viejo amor

que tiembla, bandoneón,

y busca en un licor que aturda,

la curda que al final

termine la función

corriéndole un telón al corazón.

 

Un poco de recuerdo y sinsabor

gotea tu rezongo lerdo.

Marea tu licor y arrea

la tropilla de la zurda

al volcar la última curda.

Cerrame el ventanal

que quema el sol

su lento caracol de sueño…

No ves que vengo de un país

que está de olvido, siempre gris,

tras el alcohol…

 

Letra : Cátulo Castillo      Música : Aníbal Troilo

 

Este artículo fue originalmente publicada en El Diario, Carlos Paz, 22 diciembre 2018

 

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