Comida mexicana y más: mi jardín y la flor de calabaza
El jardín en su balconcito; la imagen de su madre sembrando semillas, la evocación de Nezahualcóyotl, llevan a Saraí a su sopa de flor de calabaza
Cada mañana, abrir las persianas que dan al patiecito me llena el alma y el corazón de alegría y es que en los casi tres años que llevamos viviendo en esta casa, he ido acumulando unas lindas plantitas.
Amantes de las plantas
El amor por las plantas lo heredé de mi madre, que era una ecologista natural y tuvo siempre «muy buena mano», con la plantas. Así catalogan las señoras en México a quien se le dan bien las plantas y que lucen un hermoso jardín, o a quienes, como mi mamá, plantan semillas por todas partes. Y todo les prende, todo se cultiva bien.
Oriunda de San Salvador Atenco, Estado de México, ella visitaba el pueblo de su madre – mi abuela Doña Pancha – por la entrada principal en la Avenida Los Fresnos. Muchos años después, visitábamos innumerables veces al parque acuático Los Ahuehuetes. Todas las avenidas del pueblo tienen nombre de árboles. Los habitantes originales de esos lares tenían gusto por las plantas y la botánica desde la antigüedad. Y ella, como sus antepasados, valoraba la naturaleza.
Ahí comenzó su costumbre de levantar las semillas de los árboles y plantarlas dondequiera que iba. Me gusta pensar que lo traía en sus genes. Dicen los libros de historia que allí, Nezahualcóyotl el rey poeta fundó Texcotzingo, o Tetzcotzingo, el primer jardín botánico de Latinoamérica. En él estudiaban en particular las plantas de usos medicinales, pero también – como yo en mi jardincito – se dedicaban a su contemplación, para el placer de los sentidos.
Según el Instituto de Antropología e Historia, el diseño de Nezahualcóyotl incluyó proyectos hidráulicos que impulsaron nuevas formas de cultivo y riego. Esa preocupación por el agua en el mundo prehispánico, la conecto con mi amor por las fuentes de agua, que me traen paz y relajación durante el día y la noche.
Todo crece y florece
Y las semillitas que mi madre recogía, cuando caminábamos juntas desde la Colonia Bellavista hasta el mercado Chorrito en el barrio de Tacubaya donde tenia su cocina económica, ella las iba plantando. Eran de fresno, durazno, chabacano, capulín, aguacate, y cualquier otro fruto con huesito en la areas verdes que encontrábamos. Al volver, pasadas las semanas, gozábamos al encontrarlas ya nacidas. Entonces mi madre las cuidaba y si era necesario, las transplantaba, o dejaba en agua, para que se fortalecieran. Todo crecía y florecía bajo sus manos.
Cada vez que nos mudábamos a otra casa, lo mas pesado que debíamos cargar eran las plantas de mi mamá, que cada vez eran más, tanto las que había transplantado a sus macetas como las dos nuevas que compraba cada vez que iba al mercado por los suministros para el comedor donde preparaba comida para los trabajadores.
Mi madre, Doña Julia, adoraba las violetas, el aretillo con sus flores colgantes, las rosas por toda su elegancia, las margaritas por su frescura, los jazmines por su olor, y las bugamvilias, sus preferidas, por coloridas y alegres y porque floreaban todo el año.
Tenia también fresnos chiquitos, higos, limones, enredaderas llamadas teléfono, cactus de colita de borrego, nopales.
Y cultivaba plantas medicinales; para comenzar, la sábila, que curaba las heridas y quemaduras untando su gelatina interna. La manzanilla para calmar los nervios, yerbabuena para la mala digestion. Ruda, para cuando a la gente «le entra aire» en el ojo o en el oído.
Mi diminuto jardín
Para mi jardincito, heredé de mi suegra Lillian su colección de plantas suculentas que retienen en su cuerpo el agua, por lo que no requieren regarse tan a menudo. Son nativas de zonas áridas; necesitan poco cuidado, pero mucho amor como todas las plantas. También heredé de ella, tres minúsculas plantitas de teléfono, que adornaban su cocina, y que se han multiplicado en agradecimiento al agua que les doy y a mis palabras de cariño que les recito cada mañana, así lo aprendí de mi madre.
Hace unas semanas, decidí que ya era tiempo de hacer realidad un sueño que tenía ya hace tiempo, adquirir plantas de bugamvilia. Hasta entonces me conformaba con verlas en los jardines de las casas por donde caminaba, antes en Claremont. Es que me hacían falta flores en mi vida. Paul me regala flores cortadas, en ramo. Por supuesto que me encantan porque vienen de él: girasoles, margaritas, nubes, rosas, claveles.
Pero me pone muy triste verlas morir, secarse al paso de los días, así que, ya lo hice, las bugamvilias rosa mexicano y moradas están ya en mi jardín.
Las flores infunden magia y energía positiva en mi alma. Es como si las plantas sonrieran, como gotitas de felicidad que caen del cielo como una bendición. Junto con esas maravillas, comenzaron a visitar mi jardincito, abejas, escarabajos, mariposas, colibríes, y toda clase de pajaritos. Y es como si las flores fueran un mensaje de bienvenida para todos ellos.
Pero más allá de olerlas, tocarlas, verlas, hay muchas flores comestibles. Las rosas, o las flores de las bugamvilias que se pueden hacer en té, en ensaladas.
Pero yo prefiero las flores de calabaza. Así solitas, cocinadas con ajo, con cebolla, epazote y pizca de sal. Mi mamá les quitaba los palitos y los pistilos, pero en realidad todo es comestible.
Para que prueben las delicias que se pueden hacer con flores de calabaza, les dejo aquí la receta de una rica sopa de flor de calabaza.
Sopa de flor de calabaza
Ingredientes
- 3 manojos de flor de calabaza
- 4 calabacitas picadas en cuadritos
- 3 jitomates picados en cuadritos
- 1 pizca de sal de mar, gruesa de preferencia
- 1 1/2 cebolla blanca picada en cuadritos
- 3 chile cuaresmeño picado en cuadritos
- 2 dientes de ajo picado finamente
- 2 litros de caldo de pollo o agua
- 2 cucharadas soperas de aceite de uva
Preparación
Poner en una cacerola un chorrito de aceite para sofreír la cebolla hasta que se acitrone. Agregar las calabacitas picadas, el chile picado y el jitomate picado. Sazonar con la sal y dejarla sofreír unos 5 minutos, agregar el caldo de pollo. Tapar la cacerola y dejarla al fuego 15 o 20 minutos, para integrar en el último hervor las flores de calabaza, después de quitarles la mitad inferior y el pistilo.
En cuanto el aceite salga a las orillas del guiso, esta sopa ya está lista para disfrutarla.