Como aprendí a amar Los Angeles

Este dos mil nueve, cumplo quince años de vivir en Los Ángeles.   Mi pueblo natal no sobrepasa los doscientos mil habitantes, así que convertirme en angelino se convirtió en una experiencia totalmente diferente. Guantánamo es capital de una provincia pequeña adonde la vida tiene un ritmo y un acontecer mucho más calmado que la de mi nueva ciudad adoptiva.  Mis costumbres urbanas se habían enriquecido con mis estudios universitarios en Santiago de Cuba,  que por entonces no sobrepasaba el medio millón de habitantes y que de cierto modo me recordaba mi patria chica, ampliada eso sí a niveles casi contemporáneos. Años más tarde me gradué de director de escuela en La Habana. Allí quedé impresionado por la extensión de la urbe, su dinámica vida cultural y su horrible convivencia del más elemental  hacinamiento con los rasgos planificados del convivir moderno y la extensión de sus arterias viales. Toda experiencia anterior se convirtió en polvo al llegar a esta megalópolis.

Salido de  un encierro perpetuo, sin posibilidad de confrontarme con el resto de mis contemporáneos y afectado por una condena injusta, llegué a Los Ángeles. En los primeros momentos me sentí en medio de una ciudad interminable. Cada nuevo día traía consigo experiencias diferentes y aún así me seguía preguntando si realmente toda la extensión gigante que sale de las montañas y los valles y termina en El Pacífico se podría definir como LA. Para mi sorpresa, Santa Mónica, Venice, Long Beach no eran LA.  Comencé a descubrir que había decenas, Gabriel Lerner dice que más de un centenar de villas independientes que se unen a algo amorfo que aparece y reaparece entre ellas y que es la llamada ciudad que un día comenzó en la placita Olvera.  A medida que pasaban los años me fui habituando a Glendale y a Burbank.  Hubo momentos en que necesitaba el olor fresco del campo y caminar por el polvo de un terreno sin pavimentar.  Era un monstruo de avenidas y ciudades. En fin, una megalópolis interminable.

Luego de ese proceso duro comencé a descubrir que Los Ángeles no era solo un lugar sino un complejo urbano y étnico variado y original. Comencé a degustar sus comidas, la variedad de su música, a sentirme orgulloso de su folklore, de sus equipos deportivos, del concierto de sonidos en una autopista y de la infinita combinación de luces y paisajes. EL desierto urbano dejó de serlo para convertirse en el paraíso que brindan sus oasis. Los Downtown o centros  me ofrecieron la belleza de todo lo humanamente imaginable. La variedad increíble de culturas, el redescubrimiento de mi hispanidad multiplicada en sus declinaciones nacionales,  la riqueza ostentosa y la pobreza denigrante se abrían a mis ojos antes ciegos a sus pequeños Tokio, Corea, Armenia, CentroAmérica y su este hispano. Los centros de diversión, sus playas, sus museos y teatros así como su incontable dispersión y crecimiento en todos los aspectos me llevó a querer esta ciudad. Amar LA me tomó tiempo porque fue como sentir la pasión luego de conocer a una mujer enigmática.

Autor

  • Julio Benitez

    Fue asesor literario y profesor de la Universidad Pedagógica de Guantánamo, Cuba, y educador en Los Ángeles, California. Obtuvo premios nacionales como narrador en los concursos Rubén Martínez Villena, Frank País y el Regino E. Boti así como distinciones en poesía y crítica. Ha publicado La Reunión de los Dioses Cuba (cuentos, 1991). En USA, El Rey Mago (poesía 2007) y la novela La Reunión de los Dioses (2007). Su obra crítica se encuentra en publicaciones de Cuba y Los Estados Unidos. Miembro del consejo editorial de la revista electrónica La Luciérnaga.

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