El usurpador, un cuento de Adriana Gutiérrez

¡Que alivio sintió después de archivar esa maldita máquina de escribir! Tanto como la había odiado y ahora, por fin, se la sacaba de encima. Para convencerse de que no la volvería a utilizar hasta vendió el escritorio, ese de caño y vidrio sin alma ni antepasado; lo cambió
por uno de madera con cubierta de paño, especial para escribir a mano.

Los antiguos dueños del escritorio lo habían usado para extender cheques voluminosos, escribir notas perentorias y redactar documentos importantes; sobre él descansaron manos enguantadas en cabritilla y tabletearon, impacientes, dedos perfectamente manicurados. Colocado frente a un gran ventanal y rodeado de muebles tan finos como él, su rojiza madera bien pulida, brillaba con orgullo en la vieja casona de Belgrano.

Nacho estaba feliz de la historia de su adquisición, lo que le contara el anticuario le hizo pensar que el pequeño mueble lo había estado esperando en su largo descanso de vidriera, donde la pana verde se decoloraba más y más.

Nacho lo miraba todos los días desde hacía cuatro meses, como aquel loco enamorado del maniquí; y cuando juntó el dinero suficiente se fue derecho a buscarlo. El escritorito, obligado a acomodarse en un departamento miserable, que debía compartir con sillas indigentes y estantes forrados en hule, totalmente plebeyos, se sintió morir. A su izquierda un ventanuco al pulmón, y a su derecha, casi tocándolo, una horrible mesa de enormes patas enroscadas que le daban aspecto de bicho prehistórico.

¡Ah! ¡Cómo añoraba el chevalier negro tan discreto siempre; y la mesa de los licores con sus alegres tintineos! ¡Que humillación intolerable la de esos codos profanos, clavados irrespetuosamente en su aristocrática superficie! ¡Que insufrible suplicio el continuo choque de esa pierna atropellada, y que espantoso fue saber que era usado para cualquier cosa!!

Le apoyaban de todo y sobre él escribieron, borrachos, hasta anónimos.

Nacho trataba de protegerlo pero no le hacían caso; lo quemaron con cigarrillos, le volcaron café y cerveza, lo agredieron con olores de vicios y tuvo que soportar un vocabulario horrendo. Nacho, impotente para evitar esas reuniones, se apareció un día con un plástico y lo tapó; el escritorito lo despreció profundamente por ésto, pero así al menos no vería lo que pasaba. Pero eso no fue todo, el plástico y él fueron obligados a la más vergonzosa proximidad: el botarate le incrustó a traición, a mansalva, cuatro chinches hasta el mango. El escritorito, traspasado de dolor, decidió en ese instante esperar la ocasión de su venganza.

Se presentó varias semanas después: el botarate empezó una «novela»; el protagonista se llamaba Víctor Guancarreca y era un pirata literario, que asistía a cuanto taller
había y se relacionaba con nóveles escritores para robarles sus ideas, ya que la suya era robar. Tan profusa era la colección de tretas y ardides que utilizaba este Gauncarreca para lograr sus propósitos, que hubiera podido construirse con ella un verdadero tratado de como desvalijar al prójimo de su capital interior; y el botarate ni siquiera se dio cuenta que tenía en sus manos un best-seller, realizando su obra con talento tan limitado que al escritorito le daba náuseas.

Primero, Nacho hizo que Guancarreca se quedara con dos poemas que, aunque no le reportaron dinero alguno le abrieron algunas puertas y le permitieron robar con más facilidad: ahora que había editado se las daba de consejero. Pronto se convirtió en la persona que más ideas ajenas tenía, y su casa en un museo literario que hubiera sido la
delicia de un investigador.

Era incansable Guancarreca recopilando manuscritos, luego trabajaba toda la noche y se acostaba al alba. La psicología del prójimo no tenía secretos para él y una mirada le bastaba para descubrir al incauto, se documentaba un poco sobre lo que éste escribía y se presentaba ofreciéndole incluir el trabajo en su próximo libro, que supuéstamente elaboraba, así conseguía prosas y poemas «para que los fuera viendo».

Lo del libro no era mentira, Guancarreca tenía ya, ocho cuentos listos para su publicación, y en cuanto llegara a la docena los haría editar. El trabajo era lento y engorroso, mucho le costaba a Guancarreca terminar y pulir la mayoría de las veces, pero su tesón lo sacaba adelante siempre. Su único talento era el timo y se perdonaba diciendo que los escritores estafados, con una verdadera capacidad para crear situaciones y personajes, terminarían por triunfar, mientras que él se veía cada vez más agobiado por los impuestos de esa enorme casona que heredara en Belgrano, totalmente desmantelada y vacía.

Y por fin llegó el día en que, con los cuentos bajo el brazo, y merced a sus antiguas amistades, Guancarreca firmó el contrato con la editorial. Los cuentos eran buenos según la crítica, y la prosa modernista del autor acaparó mucho público jóven. En la conferencia de prensa en que el libro fue presentado, Guancarreca explicó que su talento literario antes dormido, se había despertado por el gran pesar que le produjo la bancarrota de su familia; que revisando papeles viejos dentro de no menos viejos baúles, encontró esos esbozos de su adolescencia, y en las largas noches de insomnio, para pasar el tiempo, se dedicó a terminarlos pudiendo dar forma al libro que ahora les ofrecía.

Unos cuantos meses después, la quinta edición lujosamente encuadernada, descansaba como al descuido en una vieja casona de Belgrano, sobre el escritorito que Guancarreca no sabía por qué, había insistido tanto en comprar.

No servía para nada más el mueble, solo para mostrar el libro, eternamente iluminado.

La cubierta decía: «Cuentos Robados», de Victor Guancarreca.

Otoño de 1988

Autor

  • Adriana Gutiérrez

    Me llamo Adriana Gutiérrez, nací el 15 de Septiembre de 1948 en Colón, Entre Ríos, en la costa este de la R.A., a los 7 años una maestra me regaló mi primer libro (Mujercitas) y mi padre me llevó a ver mi primera película (Fantasía), y por supuesto decidí que sería escritora y que mis historias se llevarían al cine, meta aún no lograda, pero escribir es el mejor viaje que he hecho, y cada vez importa menos el destino final.

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