Historia de un prejuicio: en defensa del peculiar uso de ‘haiga’
Modernamente encontramos incontables autores que ponen invariablemente “haiga” en boca de sus personajes (Galdós, Gabriel y Galán, Pereda, Valera, etc.), lo que demuestra el uso de “haiga” por el común de los hablantes
Se va a recorrer la historia de “haiga” para demostrar que su connotación negativa está condicionada por excesos academicistas. “Haiga”, que es intercambiable con el “haya” del verbo “haber”, está extendido por todo el territorio de habla hispana. Aquí explicamos por qué debemos cuidarlo y conservarlo.
Cultura o barbarie
El Diccionario de autoridades dice en 1737 que “haiga” es un barbarismo, presentándolo como “inculto, grosero, tosco” (DEL.RAE). En el siglo XXI, con cambios sociales imparables, nos vemos en la obligación de denunciarlo por intento de supremacismo lingüístico al “defender la preeminencia de un grupo social sobre otro por su peculiar forma de hablar”. Daría pie incluso a activar una campaña #MeTooHaiga.
En 1872, Cuervo lo empeora: “De gente culta y bien nacida es no decirlo”. Tilda de mal nacido a un hablante por decir “haiga” y, por extensión, le salpica a su familia. Un tribunal de derechos humanos jamás lo consentiría.
“Haiga” –pongámonos al día– está presente en el español desde sus orígenes. Lo encontramos ya en textos de 1331: “e que la aiga en quanto yo tovier por bien” (anónimo). Ha alternado con “haya” desde siempre. Y nadie hizo nunca descalificación alguna, hasta el siglo dieciocho. Hemos recogido ejemplos de todas las épocas y latitudes. De fray Luis de León, de Iriarte, de Ramón de la Cruz, el padre Isla, santa Teresa de Jesús, y un larguísimo etcétera.
Los ejemplos provienen de nobles, epidemiólogos, ingenieros, gente de la iglesia, literatos, militares e incluso de la reina María Luisa de Parma, esposa de Carlos IV: “pero sí creo ‘haiga’ alguno en la secretaría” (1802). Los políticos no faltan: Jovellanos, perteneciente a la RAE (Real Academia Española) o Campomanes, ministro de Carlos III.
El ‘haiga’ en la literatura
Más complejo se hace dar con autores cuyo “haiga” pasa inadvertido por haber sido reeditado como “haya”, lo que vendría a modificar drásticamente las estadísticas del “buen hablar”. ¿Quién pensaría que el poeta Gustavo Adolfo Bécquer decía “haiga”? ¿O Cadalso? ¿O Sandino? ¿O el mismísimo Hernán Cortés? Por supuesto no existe un índice general de autores con “haiga”. No interesa.
Por otro lado, modernamente encontramos incontables autores que ponen invariablemente “haiga” en boca de sus personajes (Galdós, Gabriel y Galán, Pereda, Valera, etc.), lo que demuestra un sistemático y estereotípico uso de “haiga” por el común de los hablantes.
“Haiga” es un caso próximo al del inglés “ain´t” (‘is not’) con la diferencia de que nadie se escandaliza en el mundo anglosajón cuando se oye. La población hispánica resulta en su apreciación más mojigata y dura de mollera.
Los hablantes que dicen o tienen en su subconsciente “haiga” podríamos cuantificarlos en aproximadamente uno de cada tres o cuatro del total, y no están protegidos por institución alguna. Podrían acercarse a los cien millones.
La misión de la Real Academia
El interés por exterminar el “haiga”, desde nuestra óptica, se asemeja a querer acabar con una planta o una especie animal. ¿Por qué desterrar a “haiga” a un campo de concentración de palabras? ¿No se destierra así también a sus hablantes?
La RAE no se ha enterado aún de que una de sus misiones principales no es ir a la Luna, sino preservar la lengua en la Tierra, y los hablantes que dicen “haiga” son de los primeros en necesitar protección.
Al menos, empezamos a superar el cretinismo de hacer un diccionario “Portera-español”. Antes era un insulto que te llamaran “hijo de portera”. Ahora se llama Diccionario de burradas. Los vigilantes del buen rebuzno solo existen –suponemos– en sociedades que practican la limpieza étnico-lingüística. Se debería exigirles un perdón público.
La norma culta les interesa únicamente a los que se autodenominan cultos, que se comportan como si enfrentaran a una perniciosa norma inculta. Los cultivados de verdad son los que protegen la lengua con el mismo ímpetu que se protege a la naturaleza. Todo es parte de la misma clarividencia. Decía Moreno de Alba que la inmensa mayoría no querría ser gobernada por alguien que dijese “haiga”. Todos conocemos a suficientes hablantes de “haiga” para saber que, de entre ellos, los hay que lo esconden cada día que entran en el parlamento. Y por favor, no consideren “haiga” lenguaje subestándar porque se podría fácilmente colegir que los que lo usan son humanos-subestándar. Un fiasco.
La discriminación y su origen
El origen de la discriminación de “haiga” está por escribirse; quizás, porque derive de la misma fundación de la RAE en 1713 cuando se importa un rey francés en España: Felipe V, y se adoptan de allende los Pirineos las directrices “centrípetas” de la Academia francesa. Lo dicho se apoya en un hecho fácilmente constatable. Los que dicen o han dicho “haiga” en la península ibérica proceden mayoritariamente de un cinturón de regiones o pueblos cuyas lenguas o dialectos tienen históricamente soluciones velares con “ga”.
De norte a sur y en sentido retrogrado (en un mapa): Cantabria, Asturias, León, Extremadura, Andalucía, Murcia, Valencia, Cataluña y Aragón. Incluso Galicia, que no es limítrofe del castellano, también tiene “haiga”. Ello apunta a que la solución palatal “haya” puede haber sido (consciente o subconscientemente) una forma incipiente de supremacismo lingüístico sobre las zonas periféricas. Latinoamérica, mientras, sin comerlo ni beberlo, quedará a merced de las tendencias peninsulares.
Tener “haya” y “haiga” no daña a la lengua: la mejora. La variedad lingüística, como la genética, ayuda a proteger la biodiversidad de las lenguas. Si todos dijéramos lo mismo tendríamos un encefalograma soso, y predecible.