La iglesia popular en El Salvador
“Creo en vos arquitecto, ingeniero, artesano, carpintero, albañil y armador; creo en vos constructor del pensamiento, de la música y el viento, de la paz y el amor.” Con este credo de Carlos Enrique Mejía Godoy, los feligreses iniciaban las misas que se realizaban en muchas parroquias de El Salvador, en una época convulsa de nuestro país.
Como en ese tiempo, sigo viviendo en una ciudad que conforma el Gran San Salvador, vecino de la Iglesia San Francisco de Mejicanos. En ella conocimos a muchos de los iconos que impulsaron la iglesia popular: como el padre Octavio Ortiz Luna, el padre Palacios, el padre Rafael, Monseñor Romero. Anteriores a ellos estuvo Monseñor Luis Chávez y González, que sin saberlo, algunas veces nos bendijo en nuestras actividades de sabotaje, cuando pertenecíamos a las milicias del Ejercito Revolucionario del Pueblo (ERP).
La Iglesia en nuestro país, de acuerdo con el libro de Monseñor Jesús Delgado Acevedo, Historia de la Iglesia en El Salvador, se estableció en tres centros de poder. «Los que fundaban las parroquias no eran sacerdotes, eran unos personajes llamados mercenarios, estos cobraban tributos a la feligresía que lograban captar, y si no cumplían con las obligaciones como el asistir a misa o/a catequesis, lo peor no tributar a la iglesia, recibían castigos como ser azotado».
En particular el Padre Ortiz trabajaba con jóvenes de diversas comunidades, las misas que oficiaba eran animadas, populares y alegres, los jóvenes cantaban y sus cantos se escuchaban por los alrededores. Se podía percibir la fe y la esperanza que infundía ese cura.
Un día, frente al departamento de mi prima que vivía cerca de la parroquia, se detuvo un vehículo. Me preguntaron si estaba buscando a Salvador. Respondí que buscaba a su esposa, mi prima, pero al parecer no se encontraban en casa, a lo que este hombre respondió: «Bueno, si te puedo ayudar en algo búscame en la parroquia». Después supe que era el sacerdote, y yo tratándolo de vos, como cualquier amigo, sin preámbulos, sin protocolos. Simplemente era una persona más en la comunidad. Su personalidad de «buena onda», como decíamos los jóvenes, hacia tomar confianza inmediatamente.
Además de la parroquia de San Francisco en Mejicanos, el padre Octavio desarrollaba trabajo en la casa de retiro “El Despertar”, en San Antonio Abad. Fue en ese lugar que una mañana se presentó un contingente de La Guardia Nacional a asesinar al padre Octavio y a varios de los jóvenes estudiantes. El informe oficial de la Guardia Nacional hacía alusión a un combate con una célula terrorista. Decían que al momento de presentarse al lugar, los elementos de tropa fueron atacados por los jóvenes desde el techo de la casa. Una tanqueta irrumpió arrollando al padre Octavio Ortiz quien murió aplastado por el vehículo blindado.
La población estaba acostumbrada a esos informes falaces que hacían las fuerzas represivas del régimen para justificar los hechos. Monseñor Romero en la homilía del domingo siguiente fustigó el hecho y expresó su decepción.
Con este hecho llegaba a la jefatura de la Guardia Nacional el coronel Antonio Corleto. Monseñor Romero tenía esperanzas, por ciertas referencias que le habían llegado, que Corleto fuera una persona con sensibilidad humana. Pero lamentablemente las esperanzas fueron únicamente eso, “esperanzas”. La cruda realidad estaba a la vista.
Las muertes de religiosos continuaron. La Guardia Nacional asesinó a cuatro monjas norteamericanas que ejercían labor pastoral en Chalatenango y después sucedió el asesinato de Monseñor Romero el 24 de marzo de 1980. Un día antes, había incitado a los cuerpos de seguridad a su conversión. Sus palabras molestaron como nunca a los poderosos.
Ya en el campamento guerrillero nos visitó el padre Rogelio Poncel, sacerdote y guerrillero, con el fin de oficiar misa. A decir verdad, escuchar la eucaristía en un campamento guerrillero era todo un acontecimiento, algo que nos distraía de la rutina, además de proporcionarnos la dosis de espiritualidad tan necesaria para el ser humano.
Ese hombre, venido de Bélgica, había recorrido medio mundo con su mensaje cristiano sin buscar retribución alguna. Convivía con los más pobres de los pobres, con los harapientos, con los perseguidos, con los que no teníamos ni nombre porque nos lo había arrebatado la represión.
En el acto litúrgico, los compas se comportaban con dignidad y respeto, muy compenetrados en el mensaje. Se encontraban callados, atentos y al final de la misa todos muy devotamente se colocaban en fila para recibir la comunión.
Se hacía palpable la solemnidad del momento y la necesidad del ser humano de acercarse a su fe, al Dios de los menesterosos, a aquel Dios que tanta falta le hacía al enemigo. Los compas, sentían regocijo y recogimiento al tocar la frontera entre el ser material y el ser espiritual