Laberintos de Federico (en el aniversario de su nacimiento)

El recuerdo de una visita fugaz a la residencia de la infancia del gran poeta andaluz Federico García Lorca y una inesperada revelación

¿Cuál de los tres?

La especulación discurría placentera en el español camino de Granada. Ana no podía entender el porqué de mis dudas mientras ojeaba la guía del turista.

-¿Me preguntaba –aclaré-, qué lugar nos quedaría como símbolo del trayecto granadino de nuestro viaje, si la Alhambra, el Albayzín o la casa de García Lorca?

-¿Por qué quería elegir?, si no hacía falta. Divertida continuó: -Como si un millonario debiera optar por la entrada, el plato principal o el postre. Tenía razón, como casi siempre. Pero, como en las historias de suspenso, solo al final se me revelaría la secreta clave, el porqué del interrogante.

En tres días debíamos desmentir un dicho tradicional. Abarcar mucho y apretar todo; en especial el equipaje, que crecía cual niño de pecho.

Uno. Para ver Granada, como San Nicolás no hay nada, se dice; y allí fuimos, atravesando en subida el Albayzín desde la Carrera del Darro hasta el Callejón de Las Campanas. Al llegar, se nos abrió La Alhambra desde el mirador, como un abanico de esparto enhiesto en la montaña seca. No sé si habrá otro atardecer como el de aquel viernes, sentados sobre el muro del balcón gitano, para saber qué es la belleza.

Dos. Dedicarle un sábado de verano a La Alhambra se parece bastante a un intento de suicidio: las colas interminables, los cuarenta grados a la sombra y los insoportables japoneses, que llegan en grupos de a cientos y chillan todo el tiempo mientras le sacan fotos a cualquier cosa. Menos mal que adentro se compensará con creces el esfuerzo, con solo mirar la cúpula mozárabe de Los Abencerrajes o el Patio de Los Leones y  descansar en los Jardines Nazaríes.

Tres. -A Fuentevaqueros son unos veinte kilómetros no más y con pocos pasajeros, hoy no es día laborable; pueden tomar allí el autobús. La avenida enarbolada, la Gran Vía de Colón, la parada. Vamos en busca  del espíritu libre, del talento que la franca España quiso esconder y no pudo, porque en Argentina y el mundo le abrimos  telón a la grandeza de su alma. Su pueblo natal y el de tantos, sufre como cualquier vecino los cuarenta grados de fin de junio y un buen helado puede mitigarlo.

-No, qué va, hoy la casa está cerrada, si es domingo. Lo habitual es que los museos cierren el lunes, pero aquí es así, señor. Puede irse si quiere hasta Valderrubio, que allí pasaba él sus vacaciones cuando pequeño y vivió en la adolescencia, pero apúrense que la casa cierra trece y treinta.

Esta vez solo fueron diez o doce kilómetros de piedra y olivar, casa blanca y teja muslera. Trece y veinte y los dos corriendo al sol sin saber adónde, en el desierto de la siesta. Lo juro: cuadras y cuadras sin un árbol, puro asfalto y desamparo el pueblito. Allí, una señora barriendo la nada. –Sí, es aquí enfrente, pero me parece que Don José ya se fue. Cruzo la calle a la carrera, mirando fijo el perfil de un anciano semicalvo que trata de encajar un cerrojo en su candado. Si acierta estoy perdido. Imploro a un dios en cuyos socios terrenales no creo, que este hombre atienda mi razón. –Ha llegado usted tarde, es la hora de cierre, pero puede venir el martes y con gusto lo atenderé. Vengo de Argentina, señor, y el martes estaré en Madrid, por favor. -Es que debo ir a almorzar, lo lamento. -Mi señora, ahí viene, mírela, es actriz y acaba de representar La Casa de Bernarda Alba, vení amor, recitale al señor un monólogo de la Poncia. -Está bien, pero solo diez minutos.

Representación de la Casa de Bernarda Alba.

Don José de La Cruz Alonso nos paseó por la vida de Federico durante una hora larga, la más intensa de todo el viaje, a la que se agregaría luego un bonus de suspenso. –Aquí dormía el niño; en esta sala se sentaba a escribir; esta es la cocina, ahora vengan al patio, por favor. En esta sala de teatro, especialmente construida para el museo, se representan sus obras y este es el guiñol original que usaba para sus representaciones de títeres.

Y llegó por fin la revelación inolvidable. –Aquí (Don José señala un aljibe seco en medio del patio) se escondía Federico para escuchar sin ser visto las conversaciones de las Alba, que vivían del otro lado del tapial, pero antes no había pared, solo un alambrado con enredaderas. La señora de la casa era Doña Francisca, apodada “frasquita” por lo pequeña y tenía cinco hijas, como en la obra, y el mismo severo carácter. -¿Y puede visitarse la casa?  -De ninguna manera, los Alba no quieren ni oír hablar de García Lorca, lo culpan de haberlos humillado revelando sus intimidades, lo aborrecen y no quieren que nadie sepa que esa es la famosa Casa de Bernarda Alba, por eso no van a ver ni una placa, ni nada que revele la importancia del lugar. ¿Ustedes saben que Federico adivinó casi al dedillo el futuro de Angustias y Adela? Lo sabíamos, pero igual dejamos que lo contara, por pura curiosidad. -En la obra, el autor le hace decir a la criada Poncia, aconsejando a Adela, «Deja en paz a tu hermana, ella es débil, angosta de cintura y en el primer parto morirá; y luego Pepe Romano hará lo que hacen todos los hombres, se casará con la más joven, la más hermosa y esa eres tú». 

Hay que creerlo, Federico era vidente o al menos conocía a fondo el alma española. Luego de escrita y estrenada la obra y muerto el autor, el italiano se casó con la mayor de las Alba, tuvieron un hijo, Angustias murió y el viudo ligó con la menor. Como para que no odiaran al nigromante. Don José de La Cruz Alonso ya se iba. –Miren, den vuelta a la esquina hacia la izquierda y es la segunda casa. Si van a sacar fotos tengan precaución, que nadie los vea.

Con el sigilo de Holmes y su ayudante registramos las pruebas en la Kodak y dimos las hurras. Objetivo logrado. Ahora ya sabía la respuesta a mi pregunta inicial, pero no imaginaba que faltara un final inesperado.

Esta medalla olímpica y los cuarenta grados merecen un brindis. Pero ¿Dónde ir en medio de una siesta que freía lagartijas? Una vidriera chiquita y un murmullo festivo nos fueron guiando hacia la acera del frente; local pequeño y en la puerta esta placa: “Club de Cazadores de Perdices. Solo hombres” -Si amor, en España esto es bastante usual: clubes de hombres (Yo estaba de humor)  –Esperame afuera y te alcanzo algo fresco. Un certero puntapié en la canilla izquierda me convenció de que entrara y me hiciera hombre de una vez por todas. Hablo con el boina que está detrás del mostrador. –¿Puede ella entrar? – Sí, por favor, faltaba más, que pase la señora. El nombre del club haría pensar a cualquiera en trofeos, armas, magnificencia; pues este era lo contrario: apenas un despacho de bebidas repleto de andaluces, la estantería llena de botellas detrás y dos o tres mesitas vacías junto a la vidriera, el bolichero con el que negocié y ningún mozo. Una pequeñez. Pedimos cerveza y como esto es España nos la trajeron con tapa: un plato de jamón serrano cortado a cuchillo que era la escala celestial. Cuando Ana se acerca para traer la vianda cae en la cuenta de que hay en el bar otra mujer, que enseguida se presta para la charla. Nos explica que puede entrar con su marido si este es socio. Tenía nombre bien español, Carmen, pero el apellido encendió todas las alarmas. Alba. –¿De los mismos Alba? -Si. El marido, médico en el ejército, había sido retirado por los “cabrones de Felipillo”.

Es fácil suponer que, aunque nos hubiéramos propuesto hablar del esplendor andaluz o las virtudes del jamón ibérico, terminaríamos dónde todos podrían suponer. -Sí, claro, claro que era un gran poeta, excelso dramaturgo, pero vamos que la familia nunca le tuvo simpatía. Expuso nuestras prendas íntimas a la curiosidad de todos. Además una desfachatez por donde lo mires. Imagínate, se presentaba en el pueblo en reuniones públicas vestido todo de blanco incluso sombrero y zapatos, con un clavel rojo en la solapa. Eso no se llevaba en la época. Incomodaba a la iglesia, a la sociedad. Era lógico, si bien se mira el momento, que terminara como terminó. Y no tanto por republicano, sino porque, bueno tú sabes, porque era medio así, en fin, que cargaba con el maleficio de la mariposa. Después de lo hiriente de la frase final (horas más tarde caí en la cuenta que era el título de una de sus obras) me sorprendió el gesto indulgente de la mujer. Es posible que la sobrina nieta de Bernarda Alba estuviera expresando en aquel rictus una normalidad histórica, un símbolo de lo que, como se dice, siempre fue así, de lo que se espera que no cambie; una persistencia de valores y procederes medioevales asociados al fundamentalismo religioso que aún sujeta por la rienda a innúmeras almas hispanas. El hombre en su lugar, la mujer en el propio y en el medio nada.

De igual manera que cuando en nuestro país u otro cualquiera, alguien se alegra con la represión violenta, se tranquiliza con la mano dura de la policía brava, la devolución de las cosas a su “orden natural”.

Esa tarde volví a Granada y más tarde a Madrid, cavilando en el laberinto trágico de Federico y en esta España que no parece querer terminar  nunca con los restos de un franco pasado.

David Metral, 26/08/12

Autor

  • David Metral

    Nació en Villa María, Córdoba, Argentina, en 1953. Es profesor de Historia recibido en la Universidad Nacional de Córdoba. Alterna sus vocaciones entre los estudios históricos, el teatro y la literatura. Es actor desde los 17 años. Protagonizó más de cuarenta obras teatrales y la miniserie televisiva EDÉN. Obtuvo el Premio Trinidad Guevara (1981) y participó en festivales nacionales e internacionales, entre ellos: El Festival Cervantino (Guanajuato, México, 1983) y el Festival de Caracas (Caracas, Venezuela,1983). Sus notas de análisis político e investigación histórica han aparecido en diversos medios. En 2010 publicó, en colaboración con Jorge Piva, el ensayo epistolar "De Kirchner a Perón, ida y vuelta".

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