Obama Premio Nobel: ¿bueno o malo?
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Premature and not on merit,
analysts say.
Barack Obama gana el Premio Nobel a la Paz. ¿Quién lo hubiera pensado?
El mundo, pues. Lo que aquí algunos llaman «los otros». La gente de todos los países que lo vitorea de norte a sur y de este a oeste. Aquellos que ven en él a un liberador, un salvador, alguien llegado de la nada para maravillar a quienes lo rodean e imbuir en ellos los valores que antes parecían sobreentendidos: comprensión entre los pueblos, ayuda al desposeído, contribución a la sociedad, activismo comunitario, persecución de la paz.
Por eso centenares de miles lo vitorearon, antes de ser presidente, en una visita histórica a Berlín. Y en París, Roma, Madrid, Buenos Aires, Río de Janeiro.
Y en Oslo, Noruega. Sede del comité del Premio Nobel de la Paz.
La decisión de este grupo de adjudicar la presea de mayor prestigio en el mundo a Obama tomó a todos, al parecer incluso al premiado, por sorpresa, pese a que se sabía que su nombre estaba en la lista última. La sorpresa fue mayor porque a Obama no lo despertaron en la madrugada para anunciárselo.
«Despertar a un presidente en medio de la noche no es algo que uno hace,”, dijo Thorbjoern Jagland, el presidente del Comité, con un dejo de reverencia.
No entiendo: si hay un motivo bueno para despertar al presidente de Estados Unidos, es precisamente ese, que ganó el Nobel de la Paz. En fin.
Volviendo al asombro: la noticia no sorprende porque sea un presidente en ejercicio: Theodor Roosevelt y Woodrow Wilson también ganaron el mismo premio a la paz. Aunque fue hace casi cien años y tanto, tanto, haya cambiado desde aquel entonces.
Obama mismo exresó esa sorpresa en su inmediata alocución al respecto en la Casa Blanca. Pero también expresó la evidencia de otra cosa:
En casa a muchos no les va a gustar.
Mientras que Obama sigue siendo un superstar, en Estados Unidos su popularidad ha caído desde que asumió el puesto ocho meses atrás. Su pelo ha encanecido. Su retórica, para muchos, ha perdido la magia. Los problemas se acumulan a su alrededor, sus iniciativas de reforma están estancadas o, como la migratoria, ni siquiera se animan a partir. Específicamente el proyecto de reforma sanitaria no termina de pasar por el Congreso, va perdiendo vapor, en vez de reforma comprehensiva y auténtica se convierte en una manta de parches hecha para satisfacer precisamente a aquellos que crearon el caos de seguro médico en el que vive este país.
Y la oposición ha levantado cabeza.
Pero no es la oposición de siempre, el partido republicano de todos los días, aquel que por lo general era una versión de espejo del partido demócrata. Esa oposición, si bien sobrevive, no tiene ya arranque ni fuerza ni arraigo en la imaginación y cultura popular.
La oposición que confronta ahora con ferocidad a Barack Obama es la de la chusma y la violencia, el odio, resentimiento, simplismo, incoherencia y racismo.
No sé si está claro.
Como la biografía de Albert Camus, aquí están las palabras par lui–même:
Un anónimo ex funcionario del gobierno de George W. Bush, según CNN, dijo que la noticia: “se volverá en contra de ellos (ellos son el gobierno, los demócratas y los demás malos en su vocabulario).
“Es un regalo para la derecha.”
En medio de la algarabía mundial, rechinan los dientes de la oposición. Les dije, se dicen unos a otros, les dije. Es un vendido del mundo. Es como Carter.
Igual que en un pasado no distante, los católicos en Estados Unidos eran vistos como enviados del Papa.
O a la gente de izquierda les gritaban que volviesen a Rusia.
Para quienes aprecian, quieren o admiran a Obama esto es un reconocimiento importantísimo en sus esfuerzos diplomáticos en Medio Oriente, por ejemplo. En sus planes contra el calentamiento global, por ejemplo. En su visión de cambio, o de, por lo menos, volver al reino de la lógica relativa de antes del último Bush.
No para los muchos que se le oponen aquí, en Estados Unidos.
Aquí, como se ha señalado muchas veces, la oposición importante se metamorfosea en un engendro fundamentalista, nativista y reaccionario, con líderes de la talla de Sarah Palin, y los “periodistas” Glenn Beck, Lou Dobbs, Bill O’Reilly y especialmente Rush Limbaugh. Lo extranjero -por ejemplo, lo francés- es despreciado. Un premio de afuera confirma poco patriotismo. Así es y será más y más.
Para más detalle, se puede leer aquí.
Una última palabra sobre la objetividad y sensibilidad del Premio Nobel de la Paz:
No existe.
Quienes deciden allí lo hacen movidos por una agenda política específica.
En el caso de Obama, no premian sus resultados sino sus propósitos y primeros esfuerzos, con el objetivo de impulsarlo, de ayudarle en su agenda política global.
De la misma manera premiaron a Menajem Beguin (¡a Menajem Beguin!) y Anuar Sadat, dos paladines de la democracia… después de que Jimmy Carter les dobló los brazos casi hasta romperlos en Camp David y llegó al acuerdo de paz de 1978. Los dos primeros murieron ya, y Carter, con buenas intenciones, llegó a extremos de comparar Israel al apartheid y elogiar a Hugo Chávez de Venezuela, otro bonapartista de buen inicio y mal final. Años después, la palomita blanca Yasser Arafat (perdón si molesta) junto con los convertidos al campo de la paz Shimón Peres e Itzjak Rabín (entrevisté a ambos y son personas de talla increíble). Otro adalid de la paz mundial es Henry Kissinger, el arquitecto de Pinochet. Y eso solamente incluye los últimos años.
Etcétera etcétera.
Aunque el premio Nobel de la Paz se haya otorgado a algunos tales por cuales, todavía lleva el prestigio de Martin Luther King, de la Madre Teresa de Calcuta y su proyecto, de Amnesty International y su tesón. Allí pertenece, quieren decir los del premio en Oslo, Barack Obama.
Sólo que en casa, las cosas se ven distinto.