Un final triste, por David Metral
Algún distraído quiso ser amable y me invitó, pero quienes me conocen saben que soy un tanto remiso a asistir si no se trata de un familiar o un amigo muy próximo y querido.
De todas formas uno se entera por dimes, diretes y referencias inevitables; algunas amistosas y otras no mucho.
En verdad podríamos decir que se trató de un velatorio concurrido, casi diríamos numeroso. La asistencia, la habitual de estos infaustos y fatales aconteceres: gente grande, vieja si se me permite la llaneza, próxima a compartir el destino final del occiso, con cara de circunstancia, amargada por el triste final que, después de todo, a todos espera.
Clima más silencioso que festivo, como es de esperar en un funeral y palabras de reclamo inútil hacia las injusticias de la vida, «que si hubiera pasado esto o hubiera hecho aquello, que si la época hubiera sido otra, más favorable o menos fría, que si los médicos, que si la ambulancia, que si los amigos o los enemigos…»
La desazón y la tristeza predominan, en la enorme sala mortuoria montada a la intemperie. En un estrado superior, a la vista de los concurrentes, aparecen los deudos junto a la figura del difunto. Saludan sin muchas ganas a la gente, e incluso le mueven la mano al finado en lo que semeja una puesta en escena para la TV a las que él era tan afecto.
Permanecen allí en la contemplación última de una multitud empequeñecida por la frustración de sus ilusiones.
Y llamativamente, en un arranque de inconsciencia colectiva difícil de narrar, como si el milagro fuera aún posible, en el alienado intento de cambiar un destino que luce griego por lo trágico e ineluctable, el público le pide que hable, que hable una vez más, por favor. Pero como podrá cualquiera comprender, en la era de los bitcoins, las laptop ultrafinas y los stickers electrónicos, los milagros no son nada frecuentes y entonces el fallecido permanece en silencio, sin soltar palabras que en otras épocas más felices solían sonar a música en los oídos de sus seguidores: “libertad”, “resolvido”, “juntos”, “conducí”, “república”.
Después de incontables minutos de espera, en un sector de la sala, una anciana con rostro que ha sido víctima de cirugías fallidas, cuando ya se retira de las exequias, derrama una lágrima despechada y susurra a su marido: es inútil, los muertos no hablan.