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Chica de Lille, un cuento navideño de Iván Wielikosielec

1.

Había decidido viajar a la ciudad no para huirle a la soledad sino al silencio. Además, en Toulouse estaría solo, ya que tenía más chances de pasar Navidad con amigos en el campo. “Frank y Corine te esperan- me había dicho Anne- Llamálos. También podés ir al departamento de Aude hasta que vuelva de España. Aunque no sé qué vas a hacer en Toulouse. Pero si vas, pedíle la llave a Mailise, la vecina del departamento diez. Hacé cualquier cosa pero no te quedés solito ¿eh?”

En las palabras de mi mujer había un pedido casi lastimoso pero también dos buenas sugerencias. Y decidí aceptar la segunda. Así que el veintitrés a la noche lo llamé a Frank. Le pregunté si de casualidad no irían al mercado de Brive. Me dijo que sí; que saldrían muy temprano y no tendrían problemas en buscarme. “¿Te quedás a pasar Nöel con nosotros?”, me preguntó. Y quedó muy sorprendido cuando le dije que no, que de Brive me iría a Toulouse. «…Pero Aude tampoco va a estar en Toulouse…», me había dicho con un leve tono de reproche. “Sí, ya sé. Pero en estos días prefiero la soledad de la ciudad”. Esa fue toda mi respuesta. “D´accord”, me dijo Frank. Y cuando un francés dice “d´accord”, es porque ya no se habla más del tema.

2.

Al otro día me subí a la furgoneta cargada de verduras. En un cajón estaban las nueces que yo había partido (“décortiquer”, era el verbo) a lo largo de varias semanas. Y Corine se daba vueltas cada dos kilómetros para preguntarme si todo iba bien. Yo le decía que sí, aunque las curvas de Limousin conspiraban contra mi biología configurada en las previsibles rutas de la pampa gringa.

En Brive los ayudé a armar el puesto y atendí algunos clientes que pedían zanahorias ecológicas exhalando un vaho glacial tras la bufanda. Pero al mediodía y tras caminar una legua ya estaba en el cruce de Noailles, con mi mochila al hombro y el cartel que decía “Toulouse SVP”. Si tenía suerte, llegaría antes del anochecer. Y la tuve. Los franceses son menos desconfiados que los argentinos en la ruta. Y esa falta de desconfianza se traduce en solidaridad inmediata durante el año y en irrenunciable vocación de servicio para las fiestas. Una empresaria del acero me dejó en Montauban y un árabe me acercó a Pont Jumeaux, en la entrada misma de la ciudad. “Hay que trabajar en Navidad pero eso no importa –me dijo- Para El Corán hoy es un día más”.

Las luces empezaban a encenderse a esas horas de la tarde y tuve que caminar otra legua a toda velocidad, porque si no encontraba a Mailise iba a dormir afuera. Atravesé mercaditos musulmanes y varias rotondas hasta llegar al edificio de Aude frente a la Place de la Bourse. Llamé y bajó al instante. “Me dijeron que venías, por eso estoy acá. En realidad no me voy muy lejos. Sólo de unos tíos al otro lado de la Garone. Si cuando vuelvo estás despierto, podemos tomar algo. Ça te dit?”. Le dije que podía ser y le agradecí. Pero yo no era muy optimista respecto a ese brindis ni a ese encuentro.

3.

A Mailise la había visto dos veces en mi vida y ambas fueron en lo de Aude, durante pasos fugaces por Toulouse. Sabía que era oriunda de Lille, que se había recibido de enfermera y que estaba de novia con un inglés. Anne me había dicho una vez: “Mailise te hizo un cumplimiento. Me dijo que eras muy buen mozo a pesar de ser tan tímido”. Y yo pensé que en el fondo, Mailise hablaba de sí misma. Recordé eso mientras me daba la llave y sonreía en el pasillo. “À plus”, me dijo. Y cuando sus pasos se apagaron en la escalera, un silencio muy parecido al del campo se instaló allí. Toulouse estaba de fiesta pero en otra parte, muy lejos de la Place de la Bourse. Así que puse la radio a un volumen ínfimo. Y así, con la transmisión de una misa navideña donde aprendí las palabras “crèche y Melquior”, puse el agua para el té. En mi mochila traía una botella de vino, dos panes de campo, un queso del Cantal y un libro de Borges. Ese sería mi festín durante dos o tres día. Sólo tenía un puñado de monedas para algo más de pan y ese era todo mi capital. Pero sabía que me alcanzaría.

El apartamento de Aude era pequeño pero helado y no pude poner en marcha el calefactor. Como tenía cocina eléctrica, descarté la idea de las hornallas. Así que luego de tomar dos tazas de té con pan me tapé con las frazadas hasta la nariz y me puse a leer el libro. Era “El informe de Brodie” y me lo había regalado un amigo. “Para el viaje”, me había dicho. Yo casi no conocía a Borges y jamás pensé que sería mi compañero exclusivo de aquellas fiestas. Pero sucede que cuando se está lejos, la idea de patria deja de ser un pensamiento abstracto para convertirse en una sed concreta; una conversación que es necesario retomar para conjurar ese inexplicable vacío. Y un libro como aquel, escrito en el idioma espiritual de las propias ansias, se volvía diálogo en un alma. Así fue como me dormí; con la fabulosa sensación de haber estado charlando en espíritu con un compatriota del país y el universo.

4.

Me despertó un ruido estridente en la puerta. “¡Cou cou! T´es encoré là?”. Miré el despertador: apenas eran las dos. Corrí a la puerta con la manta puesta a modo de capa y cuando la abrí, Mailise se me tiró encima. “¡Bon Nöel, Fernando!”, me dijo abrazándome bajo la frazada y metiendo su rubia cabeza contra mi cuello. Sentí el perfume de su pelo mezclado al de la sidra y eso me conmovió profundamente. Pensé que era el aroma de su vulnerabilidad; la resonancia olfativa de viejas navidades en el norte pobre. Y casi que pude reconstruir una escena. Vi una casa de madera y una estufa encendida. Vi muchos hermanos rubios y la desoladora crudeza del Borinage. Y sobre todo vi demasiadas ganas de salir de aquel invierno que invitaba al claustro o al suicidio. Y entonces, tomándome de la mano, Mailise me dijo “vamos a mi departamento”. Yo me dejé conducir y una vez allí, tras subir la perilla del calefactor, mi vecina empezó a desvestirse. En bombachas me pareció mucho más delgada y frágil. Como una nena de la escuela. Cuando estuvimos en la cama me abrazó y volvió a meter la cabeza en mi cuello. En otro momento de mi vida habría tomado lo que se me ofrecía sin más. Pero acaso había envejecido o el deseo había trasmutado en una forma de piedad o de culpa. Y sólo atiné a besarle la frente, acariciarle el pelo y hacerla dormir sobre mi hombro.

5.

Despertamos al otro día sin sorpresa ni vergüenza. Ella me besó en la boca y puso la cafetera a calentar. Yo saqué mi pan de campo, lo corté en rebanadas y lo tosté. “Esta tarde viajo a Londres”, me dijo cuando desayunábamos. “Genial… Pero antes enseñáme a prender el calefactor de Aude para que no me muera congelado”, le dije. “Ese calefactor no anda. Mirá, te dejo mi llave y quedáte acá. Se la das a ella cuando vuelva de España pasado mañana. D´accord?”.

Esa misma tarde me mudé a su departamento. Una mochila, una botella de vino, un queso y un libro eran todo mi equipaje. “Comé lo que quieras porque si no, a la vuelta lo voy a tener que tirar”, me dijo. Una hora después la acompañaba a la Place de la Bourse a tomarse un taxi. Todavía la recuerdo (acaso todavía la veo) sonriéndome tras la luneta azul, empañada de frío. Y es una de las imágenes de felicidad que con más frecuencia me visitan. Sobre todo ahora que se acerca Navidad y no la he vuelto a ver desde entonces. Tampoco he podido recuperar, diez años después, el perfume de su pelo en cada nena rubia que pasa.

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