Francis: el último poeta del celuloide en la ciudad

VILLA MARÍA, ARGENTINA – Debo haber entrevistado a Francisco Figueras en el 2009, acaso en el 2010. Fue en su estudio de calle Tucumán o San Luis; ya no recuerdo bien la dirección. Sólo que Francis era una leyenda de la fotografía de la ciudad, famoso por subirse a las antenas para obtener tomas aéreas en tiempos en que la palabra “dron” era tan desconocida como inimaginable. “El fotógrafo se tiene que jugar la vida en cada toma… No cualquiera es fotógrafo. No tenés ese título gatillando cómodo en tu estudio”, me dijo. Como si un simple desfile fuese la entrada de un ejército o un partido de fútbol, la batalla de Cancha Rayada.

La cámara analógica

Lo cierto era que, por esos días, me habían comentado que el hombre todavía sacaba fotos “analógicas”. Y eso sí que era una verdadera práctica “retro”. Casi una declaración de guerra al progreso o de puro romanticismo a esos tiempos de materialismo pragmático, un poco menos crueles que los actuales. Sin embargo, cuando golpeé la puerta de su vivienda (una vieja casita de los años ´50 con porsche y el número grabado en placa oval de piedra), Francis tiró por tierra mis dos teorías. “¿Por qué saco con cámara analógica? ¡Porque me robaron la digital y no tengo plata para comprarme otra!” me había dicho, sonriendo con algo de ironía y algo de tristeza.

Aquella mañana de sol, metido en su estudio oscuro y de ventanas cerradas, tuve la certeza de que aquel hombre vivía bajo otra luz, distinta a la de los mortales. Y también tuve una premonición (que lamentablemente se cumplió demasiado pronto). Y era que, tanto aquella casa como aquel hombre y aquel modo de concebir la fotografía, durarían poco en la ciudad y en este mundo.

La última «fotografía»

No recuerdo el año en que Francis murió. Debe haber sido en 2013 o 2014. Pero lo que sí recuerdo es que a los pocos meses empezaban a demoler su casa para levantar un edificio. Una tarde, en que ví paredes volteadas hasta la mitad, pude “fotografiar” por última vez mi único encuentro con el hombre. Mágicamente (milagro digno de La Invención de Morel) pude superponer el holograma de mi recuerdo al tétrico vacío de aquella desnudez producida por martillos y picos.

Y ahí estaba el hombre que me contaba su historia y hacía chistes. Yo que le decía “Francis, ¿sabés que te parecés a Jean-Paul Belmondo?”. Y él que me dice, tras una breve carcajada “¡Qué bueno que lo notaste! Cuando era más joven y trabajaba en Buenos Aires, mis amigos no me decían Francis ¿Sabés cómo me decían? ¡Me decían Jean-Paul! –otra risa estridente- Me llama la atención que alguien tan joven todavía sepa quién era Belmondo”. Le dije que yo no era tan joven y se volvió a reír.

Dos errores

También recuerdo la foto (la única) que le tomé aquella mañana. Le pedí, al final de la entrevista, que agarrara un rollo de película y lo desplegara, acordándome de una vieja imagen de Serguei Eisenstein, el director ruso de “El acorazado de Potemkin”. Esa mañana cometí dos errores imperdonables. El primero fue periodístico y vale la pena recordarlo: siempre hay que sacar, por lo menos, cuatro fotos diferentes a un entrevistado. El segundo fue fotográfico y es tan simple como la tabla del uno, pero por ese entonces yo no lo sabía: nunca se debe fotografiar a nadie con la luz dándole la espalda (y la lámpara del tablero de Francis, única fuente lumínica en aquella pecera oscura, estaba detrás suyo).

Fuera de eso, la foto me sigue gustando pese a los errores. Acaso por lo que hoy documenta. Goya decía que “el tiempo también pinta”; a lo que habría que agregarle “y saca fotos”.
“Después de esta nota, no te van a decir más Jean-Paul, te van a decir Serguéi, por Eisenstein”, le dije. Y Francis se rió por tercera vez en la mañana con una carcajada estridente. Y debo decir que este pálpito también se cumplió. Porque, por motivos distintos a los que escribí en aquella nota, al igual que el director ruso, Francis se volvió símbolo del celuloide en Villa María.  Y seguro que hubiera filmado, desde los ángulos más arriesgados, aquella toma en que un cochecito rueda escaleras abajo mientras en el acorazado se desata la guerra. Esa para la que tiene que estar preparado todo fotógrafo que se sienta merecedor de semejante título.

Escritor y periodista argentino (Córdoba, 1971). Ha publicado libros de relatos y poesía (“Los ojos de Sharon Tate”, “Príncipe Vlad”, “Crónicas del Sudeste”). Colabora para diversos medios gráficos e instituciones culturales.

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