Restaurantes: adiós a los sueños, por Emilio R. Moya
Buenos días amables lectores. La palabra restaurante, con el sentido que le conocemos hoy, fue validada por la Academia Francesa en 1835. Hasta ese momento, el restauran, también conocido como bouillon restauran, sopa restauradora, designaba un plato compuesto principalmente por carne, cebollas, especias y legumbres. Se trataba de una sopa con cualidades medicinales y digestivas, cuyo objetivo inicial era devolver sus fuerzas a personas debilitadas, en otras palabras “restaurarlas”. El término “restaurant” tuvo entonces, una connotación médica en sus inicios.
De hecho, los lugares que vendían tales sopas, hasta 1760 se conocían como “casas de salud”. El primer restaurante tal como lo concebimos hoy abrió sus puertas en París en 1765, en la calle de Poulies, la actual Calle del Louvre. Sobre la fachada del negocio, se grabó una frase en latín, inspirada por la Biblia: Venite ad me omnes qui stomacho laboratis, et ego vos restaurabo: vengan hacia mí ustedes cuyo estómago sufre y los restauraré. Es de ahí que derivó el término “restaurante”. El propietario se llamaba Mathurin Roze de Chantoiseau. Y a él nos referimos en una nota llamada “Historias Olvidadas” , el año pasado.
No podría señalar con exactitud cuándo abrió sus puertas el último restaurante, inspirado en el sueño de la ilustración, pero sí decirles que es un acontecimiento que ha ocurrido, y ya no ocurrirá más. Los cambios que ha provocado la globalización y el surgimiento de una sociedad que se parece más a la del siglo XVIII, de lo que creemos, ameritan esta nota.
Antes del adiós a los sueños
Diderot escribió sobre el restaurante de Roze diciendo que todo el mundo comía solo allí, en una mesa pequeña y baja (cabinet) y no comían una simple taza de caldo, sino una comida individualizada y disponible a cualquier hora. En 1767 en una carta a Sophie Volland le refiere: “¿Si he desarrollado un gusto por el dueño del restaurante?” Realmente sí; sabor sin fin. Sirve bien, un poco caro, pero a la hora que quieras. […] Esto es maravilloso, y me parece que todos lo elogian. ”
Durante aquellos años que precedieron a la Revolución Francesa, este concepto novedoso que consistía en un servicio sin horarios fijos, sobre una mesa individual y en ofrecer una selección de platos cuyos precios eran indicados de antemano, en la entrada del local, se popularizó.
Hasta aquel momento, los únicos lugares en Francia donde se podía comer fuera de la casa, eran la taberna o el albergue. La nueva manera de comer fue muy exitosa y ese estilo de restaurante se expandió y evolucionó. La noción de placer al comer se hizo preponderante y la gastronomía se desarrolló y, en una cierta medida, se democratizó.
Hasta el momento, las únicas personas que comían muy bien en Francia eran los miembros de la corte de Versalles o los nobles, porque disponían de sus cocineros personales.
La emancipación de los cocineros
Antoine de Beauvilliers, ex Officier de bouche del Conde de Provenza, hermano del rey, fue el primero de su profesión que dejó a su empleador para instalarse por cuenta propia. Abrió el Beauvilliers, en París, en 1782, en el barrio del Palais-Royal, sobre la calle de Richelieu.
Fue reemplazado algunos años más tarde, en la misma calle, por la Taberna de Londres. Ese lugar muy lujoso conoció rápidamente un inmenso éxito porque daba la posibilidad a sus clientes de comer como en Versalles. Tenía un marco magnífico, un servicio impecable, una cava completa y platos exquisitos presentados con mucho cuidado en una vajilla espléndida.
Durante largos años, su cocina no tuvo rivales dentro de la alta sociedad parisina. Se lo considera de hecho como el primer restaurante gastronómico francés. Durante los años que precedieron y siguieron la Revolución Francesa, varios cocineros que trabajaban para miembros de la nobleza siguieron el ejemplo de Antoine de Beauvilliers y abrieron sus propios restaurantes. Es así que una cocina de calidad a base de recetas y de ritos, pero que incluía también las artes de la mesa, pasó de las cocinas privadas de la aristocracia a las públicas, de la sociedad.
Padre comerciante, hijo caballero, nieto pordiosero
Al comienzo de la Alta Edad Media, el período de la historia de Europa que comienza en el siglo V y termina entre los siglos IX y X, solía decirse que el nieto de ningún noble, habitaría el castillo de su abuelo, poseería su caballo, ni recibiría impuestos de sus vasallos. Este refrán fue evolucionando a lo largo de la historia, hasta llegar al proverbio castizo: padre comerciante, hijo caballero, nieto pordiosero.
El restaurante burgués, nacido bajo la inspiración del Siglo de las Luces, se está apagando, tal como esas luces se apagaron con el horror de la Segunda Guerra Mundial y sus consecuencias. Por una razón sencilla.
El más lúcido de los reyes franceses Luis XIV, que gobernó Francia durante 72 años decía: l’état ç’est moi, “el Estado soy yo”. Y no se equivocaba, ya que como resultado de su muerte en 1715, en menos de 70 años caería para siempre la monarquía.
Los cocineros modernos, surgidos de las cenizas de la monarquía, inventores de la gastronomía, también podríamos afirmar, sin temor a equivocarnos, que si hasta hace unos pocos años: le restaurant ç’est moi, “el restaurante soy yo”, era una certeza. Hoy esa certeza ha desaparecido.
Y la mayoría de los estudiantes de gastronomía, que llenan las escuelas del mundo soñando con ser una Adriá o un Colagreco, jamás lograrán abrir su propio restaurante y serán operarios de grandes cadenas multinacionales.
La figura del chef propietario
Desde aquellos tiempos hasta hace muy poco, los restaurantes eran “atendidos por sus dueños”. Esto significaba para los comensales un sello de calidad garantizada, mucho más valorado que las estrellas Michelin. El dueño era quien supervisaba todos los detalles, cocinaba, los recibía como buen anfitrión, conocía sus gustos, sus disgustos y sus manías, y hacía todo lo posible para que se sintiesen cómodos.
Ningún gastronómico profesional jamás pagaba valor llave por otro restaurante. Nunca lo hice. Nunca lo hicieron mis colegas. Sabíamos que nuestros clientes nos acompañarían adónde fuera que nos mudáramos. Eso nos permitía la libertad de inventar y crear nuevos restaurantes y de asociarnos entre nosotros. Abrimos decenas de restaurantes. La mayoría exitosos y recordados hasta hoy. Y el sector prosperó.
¿Quiénes compraban restaurantes ya hechos y pagaban valor llave? Todos aquellos que pensaban que la gastronomía era un formidable negocio, y que no se necesitaba ningún oficio o experiencia para llevarlo adelante. Sobraba con tener el dinero para comprarlo y el capricho de poseerlo. Obviamente fracasaban en el 90 % de los casos.
Pero no era un negocio formidable, era una actividad para vivir bien, ahorrar algunos pesos para el retiro y disfrutarla cada día. Ninguno de nosotros somos ricos. Pero no le cambiaríamos nuestra vida a nadie.
Adiós a los sueños
Pero el mundo se globalizó. Y la aristocracia volvió a controlar todo. No como en la época del Despotismo Ilustrado, ni de las monarquías absolutas, sino de una manera muchísimo más refinada. Y algunos chefs, los mejores, de propietarios de restaurantes maravillosos, se convirtieron en celebrities.
Nunca antes en la historia el dinero estuvo tan mal distribuido. Unos pocos centenares de privilegiados poseen fortunas equivalentes al P.B.I de varios países sumados. La nueva aristocracia es una mezcla rara de Plutocracia, el gobierno de los más ricos y Cleptocracia, el gobierno de los más corruptos y ladrones.
Así, el valor más preciado que tenía un Chef, que era su independencia, tuvo que ser entregado, ya que el nivel de inversión en equipamiento, tecnología, y los costos de explotación, requieren de sociedades anónimas para abrir un restaurante.
Y el otro valor, que era su tiempo, en el caso de los Top Chef, deben pasarlo entre aperturas de sus restaurantes en Dubai, Qatar, New York, sus compromisos con eventos internacionales, con organismos multilaterales o en galas de beneficencia. Solo les quedan pequeños y breves instantes de su tiempo, para su verdadera pasión: la cocina.
En esos breves instantes
Y en esos breves instantes en que vuelven a ser ellos mismos, no reconocen ninguna de las caras en las mesas de su nuevo restaurante en los Emiratos Árabes.
Mezclados en las mesas, como en el tango de Discépolo, hay antiguos miembros de las casas reales, en ejercicio o en el exilio. Traficantes de armas o de personas, dueños de multinacionales de las comunicaciones chinos, jeques árabes y petroleros texanos.
Dirigentes del Comité Olímpico Internacional que jamás jugaron ni a las bolitas, narcotraficantes, empresarios y jugadores de fútbol y algún que otro turista decente que ahorró todo el año para esa cena.
Y a sus espaldas, no está la familia para compartir el cierre de la jornada, como era antes de que llegara la fama y la gloria. Están los accionistas y los inversores, esperando para charlar acerca de la posibilidad de abrir un nuevo restaurante en Shangai o en Singapur.
Finalmente hoy la gastronomía se ha transformado en un excelente negocio, y junto a la hotelería, uno de los más buscados por los financistas encargados del lavado de los activos provenientes de todo tipo de ingresos non sanctos.
Cuánto más se gaste en la apertura de un restaurante, mejor. Cuánto más caro sea el cubierto, mejor aún. Y si está vacío todo el año, descorchemos el mejor champagne francés, eso sí, hagámoslo en Sudamérica, donde los controles son más laxos.
Mi abuelo era un sabio
Un día mi abuelo me dijo: “si vos Emilito no querés trabajar en toda tu vida, un solo día, elegí un trabajo que te apasione”. Tuve la suerte de hacerlo. Y de hacerlo en un tiempo en qué eso era posible. Hoy eso sería imposible. Salvo que naciera de nuevo y me apasionara ser barbero, artista del tatuaje o ingeniero de sistemas.
Por eso amables lectores, les sugiero si todavía en su comarca, pueblo, barrio o ciudad, queda algún restaurante, atendido por sus dueños, especialmente si sus dueños son jóvenes cocineros, entren a verlo.
Seguramente tienen los mismos sueños que nosotros teníamos a los 21 años, cuando abrí mi primer restaurante. No dejen que esos sueños se marchiten sin florecer. Prueben su comida. Denle una oportunidad. Conozcan su historia. Sepan de su pasión. Probablemente tengan frente a ustedes a los últimos herederos de Antoine de Beauvilliers.
Fuentes: Una cena con Oscar y con Horacio, en uno de los últimos reductos del Iluminismo.