Cuadernos de la Pandemia / Calle Sexta: El puente de la discordia

                           A la memoria de Mike Davis

Las llamas son bonitas porque no tienen orden
Y el fuego es bonito porque todo lo rompe.
                             Sakura, canción de Rosalía

Primero fue la fiesta. Era el fin de semana del 8 al 10 de julio de 2022. El gobierno de la ciudad de Los Ángeles había planeado una gran celebración con discursos, música popular y puestos de comida callejera para la inauguración del nuevo puente de la Calle Sexta; un largo viaducto de 800 metros de largo, justo al costado este del centro de Los Ángeles que conecta el barrio latino de Boyle Heights con el Distrito de las Artes. En ese mismo sitio y longitud se extendía un célebre puente construido en 1932, que fue escenario de películas como Grease, Terminator 2 y The Mask. En décadas recientes había entrado en decadencia debido a una reacción química en su estructura de cemento, y se había vuelto inseguro ante un posible terremoto. En el 2016 se demolió por completo para construir uno nuevo, cuya ejecución tardó seis años, y terminó teniendo un costo de 588 millones de dólares; el puente más costoso en la historia de Los Ángeles. Era el triunfo, entre otros, de la administración del alcalde Eric Garcetti, de los concejales latinos del distrito, de la Administración Federal de Autopistas, y de Caltrans; y por supuesto, una ocasión de fiesta para los angelinos.

En la apertura de las ceremonias y las festividades el alcalde Garcetti enarboló el puente como “una carta de amor de esta generación a la ciudad”. El concejal Kevin de León presidió el desfile de carros vintage y de low raiders que estrenaron el impecable asfalto. El sábado 9 vendrían los festejos con boletos pagados para los que quisieran caminar por el puente y bailar con Ozomatli, La Sonora Dinamita, Buyepongo y otras bandas locales. Se daba tributo a la vez a los cien años de las food trucks y los puestos de comida callejera, al lado de un mercado de artesanos de Boyle Heights y del Distrito de las Artes. Y para cerrar la noche, el encendido de luces multicolores alrededor de los diez pares de arcos y una batería de fuegos artificiales para iluminar la ciudad diversa, contra el fondo de los edificios del centro de la ciudad, a la que Garcetti llamó, quizá con un entusiasmo excesivo, “el centro cultural del mundo”. El domingo 10 fue un día abierto para los peatones y los ciclistas que llenaron el puente posando para las fotos con la familia, amigos y animales. Por la noche el hastío se inundó de vehículos low raiders y clásicos y de motociclistas de la comunidad chicana reafirmando su espacio, su identidad y su arraigo histórico a esta ciudad.

Después vino el desorden. O al menos así lo catalogó la policía y una buena parte de los medios locales y nacionales. Los primeros días y semanas que siguieron a la apertura del nuevo puente se convirtieron en un escenario que parecía convocar al caos. Los altos muros y los arcos comenzaron a llenarse de grafiti y pegatinas. Gente temeraria trepó hasta la cima de los enormes arcos de cemento de más de 18 metros de alto y festejaron desde allí como si acabaran de coronar los Himalayas. Las noches se llenaron del humo de las competencias de carros no autorizadas, que patinaban dejando sus marcas sobre el asfalto. Manny Chuiz, un fotógrafo de North Hills que acababa de comprar una silla de barbero, decidió plantar la silla en mitad del puente y ofrecer cortes de pelo gratis mientras los carros pasaban veloces, casi rozándole a él y a sus clientes. Pocos días después un barbero de profesión también instaló su silla en la calle y repitió la hazaña de Chuiz en medio de los carros en movimiento. Las multitudes que recorrían el puente se volvieron “ingobernables”, reportó la policía. Una fila de camiones apareció de repente, en lo que fue catalogado como un intento de tomarse el puente. Varios carros se estrellaron contra los muros de la nueva vía. La policía comenzó a confiscar carros, hizo cientos de arrestos y en menos de un mes cerró el puente cuatro veces. Las tareas de limpieza y remoción de grafiti han costado ya a la ciudad más de cien mil dólares y aunque las cosas parecen haberse calmado hay un incremento de policía vigilando el sector a cada lado del puente.

¿Cómo, pues, acercarse a una interpretación de estos eventos, que a primera vista contradicen el espíritu festivo inicial y se manifiestan como simple y llano vandalismo contra una obra llamada a convertirse en el nuevo ícono de la ciudad? Uno puede verlo por el lado inmediato, superficial, de los hechos obvios; tal como lo recalcó Kevin de León, al indicar que estos actos transgresivos se producen porque estamos en la era de Instagram, y son el instante esperado para tomar fotos y videos que pueden volverse virales. O quizá resignarnos y aceptar, sin más complicaciones, que esta es la manera como parte de la población celebra los triunfos colectivos en Los Ángeles y otras partes del mundo. Basta solo recordar que el pasado 13 de febrero, cuando los Rams ganaron el Super Bowl contra los Cincinnati Bengals en el Estadio Sofi de Los Ángeles, los fanáticos salieron a las calles a bailar y cantar. En medio de la algarabía una persona fue herida de bala; otros pintaron grafiti en un bus y estallaron fuegos artificiales en su interior. Otros incendiaron llantas, mientras otros brincaban sobre los techos de vehículos atascados en las calles cerca del estadio. Y sí, algunos de los videos se hicieron virales.

O uno puede acercarse, en el caso particular del puente de la Calle Sexta, con una mirada que pasa por las ceremonias, los discursos, los cortes de cinta y las acciones transgresivas, y tomar en cuenta las preocupaciones de fondo de la comunidad latina de Boyle Heights. Preocupaciones que están ligadas a cómo el nuevo y moderno puente contribuirá a acelerar aún más el proceso de gentrificación y desplazamiento que Boyle Heights y las demás comunidades latinas de los alrededores han enfrentado durante décadas. El fenómeno de aburguesamiento de los centros urbanos populares antiguos no es nada nuevo ni exclusivo de los Estados Unidos. La idea del progreso excluyente que anima a los sectores dominantes de la sociedad promueve la convicción de que estas reconfiguraciones urbanas son inevitables, y por tanto se actúa con método y estrategia, sin importar el tiempo que requieran para llevarse a cabo. La verdad es que la única razón por la que la gentrificación y el desplazamiento de grupos marginados parecen inevitables es porque se producen desde el poder y el control de un grupo, y no como parte de un proceso democrático consultivo ni de justicia social.

Las prácticas de desplazamiento poblacional han ocurrido en toda la historia del país a través de acciones impositivas y violentas, y de leyes que las justifican y las promueven. Uno de los periodos en las que se profundizan estas prácticas que siguen teniendo su marca en el presente, ocurrió durante la presidencia de F.D. Roosevelt y su New Deal (Nuevo Pacto), que buscaba superar la Gran Depresión de los años treinta. Entre un sinnúmero de iniciativas discriminatorias, el plan facilitó que los bancos y demás instituciones crediticias concedieran préstamos de interés bajo a la población blanca para comprar o construir viviendas y otros bienes inmuebles e iniciar negocios. Asimismo, se les dio preferencia para obtener trabajo y beneficios federales, estatales y locales, lo que les permitió la recuperación y el progreso económico en relativamente un corto plazo. Al mismo tiempo estos beneficios les fueron negados a las comunidades afroestadounidenses, latinas y otros grupos racializados, en gran parte a través de la creación del redlining (líneas rojas), una política racista que determinó que los sectores urbanos donde vivían estas comunidades no tenían valor suficiente para ser incluidos en los programas de ayuda para adquisición de vivienda o de préstamos. Un aspecto de estas políticas gentrificantes, que algunos historiadores llaman la cuarta ola de las políticas de Jim Crow, “tuvo su impacto más directo en el desplazamiento: los alquileres y los precios de las casas aumentaron dramáticamente y los antiguos residentes no tuvieron más opción que irse a vivir lejos del centro de la ciudad” (1), como apunta el sociólogo Samuel Stein.

La población mexicoestadounidense tiene muy presente el atropello y desalojo sufrido en Barranco Chavez (Chavez Ravine), un área del centro de Los Ángeles que comprendía las comunidades de Palo Verde, La Loma y Bishop, establecida por el colono mexicano Julián Chavez en 1836. A comienzos de los años cincuenta las autoridades angelinas declararon que Chavez Ravine era un tugurio indigno para la ciudad y por tanto debía tener un nuevo desarrollo urbano. Las familias mexicoamericanas fueron obligadas a vender sus casas al gobierno y mudarse a otras partes; en otros casos les fueron expropiadas. El supuesto plan era construir una serie de conjuntos residenciales de bajo costo con fondos federales y a los residentes forzados a irse se les prometió prioridad para la compra de las nuevas viviendas que serían hechas. Los pocos habitantes que se resistieron fueron desalojados a la fuerza por la policía. Con el terreno libre, el gobierno abandonó el proyecto de construir viviendas y en cambio en 1959 vendió los terrenos a Walter O´Malley, dueño de los Brooklyn Dodgers de Nueva York, quien construyó allí el estadio de Los Dodgers y mudó su equipo a Los Ángeles (2). Hoy en día los sobrevivientes de Chavez Ravine se denominan a sí mismos “los desterrados”, mientras los fanáticos de los Dodgers, muchos de ellos latinos, gritan con entusiasmo, “Go blue!” (por el azul oficial del equipo). La máquina del progreso es aplastante.

No hay duda que la historia de Chavez Ravine y la construcción del estadio de los Dodgers se miran en el espejo de la gentrificación y desplazamiento de barrios latinos como Boyle Heights, Highland Park, el Centro de Los Ángeles, Silver Lake, Echo Park, Eagle Rock y el Este de Los Ángeles, entre otros. Boyle Heights, que es el barrio directamente conectado con el puente de la Calle Sexta, fue en la década de los cincuenta una de las comunidades más diversas del Condado, con una significativa población judía, afroestadounidense, japonesa, rusa y, por supuesto, chicana. Con los años se convirtió en uno de los núcleos nacionales de la cultura chicana y sede de la emblemática Plaza de los Mariachis. Según el censo de 2020 de la Oficina del Censo de los Estados Unidos, tiene una población de unos 87 mil residentes, de los cuales el 93% son hispanos/latinos/chicanos. Un 64% tiene un mínimo de educación y trabaja en tiendas, restaurantes, oficinas y en coordinación de ventas, entre tanto que un 36% trabaja en fábricas, construcción y talleres de mecánica. Un promedio de cuatro mil residentes tiene negocios independentes y un número parecido trabaja con instituciones del gobierno. En medio de este variado espectro, los ingresos tienden a ser de modestos a bajos. Pero quizá un aspecto que refleja vulnerabilidad frente al avance de la gentrificación es el hecho de que solo un 25% de las 22 mil 600 unidades de vivienda del barrio están ocupadas por sus dueños, entre tanto que el 75% del resto de su población alquila las casas o apartamentos en que vive. Los precios de los alquileres han subido fuera del alcance de gran parte de la comunidad y está empujando a muchos a buscar vivienda y modos de vida en otras áreas del Condado, e inclusive a emigrar a otros estados.

Algunos miembros de la comunidad han sido y siguen siendo activos en la defensa del barrio y se han organizado para combatir las fuerzas que buscan desplazarlos, como el aumento de negocios de alto costo, galerías de arte, cervecerías y la posible reconversión del histórico edificio de Sears de 1927 en un gigante conjunto de apartamentos que atraerá al vecindario personas con mayor poder adquisitivo. Entre estas organizaciones está la Unión de Vecinos que empezó en 1996, y luego se unió a la actual Red de Comités Vecinales. Está también Defiende Boyle Heights, parte ahora del Movimiento de Defensa Unido Vecinal y La Corporación Comunitaria del Este de Los Ángeles. Todos estos grupos lideran una continua movilización que aboga por inclusión, justicia social, autosuficiencia económica, congelación de alquileres y la ayuda a personas y familias que han sido desplazadas por falta de recursos.

Un fenómeno a tener en cuenta en el movimiento anti-gentrificación es la creciente mudanza de latinos de clase media, con estudios universitarios y diversas profesiones, a barrios como Boyle Heights. En algunos casos son jóvenes que nacieron y crecieron en el vecindario, se fueron a estudiar y ahora están regresando para rehabitar estos espacios familiares, en lo que Alfredo Huante llama gente-ficación, en contraste con gentrificación (que en su sentido original conlleva la idea de una burguesía que desplaza de su territorio a la población obrera y marginada). Al hablar de su concepto de gente-ficación de esta emergente clase media mexicoestadounidense y latina, Huante indica que “en lugar de seguir el camino tradicional hacia los suburbios de clase media más al este, hacia el vecino Valle de San Gabriel, la gente-ficación en Boyle Heights capitaliza la proximidad al centro; al hacerlo, se reimaginan los patrones de movilidad espacial de los latinos establecidos allí durante el último medio siglo” (3). De ese modo refuerzan la inversión monetaria y social y contribuyen a preservar la identidad cultural con miembros de su propio grupo.

No hay que perder de vista que una gran parte de la fuerza laboral que construyó el puente de la Calle Sexta fue mexicana/latina y tanto ellos como sus familiares y vecinos participaron con orgullo de las celebraciones de inauguración. Pero a la vez no es menos cierto que los que viven en Boyle Heights y otros barrios cercanos ahondan en el temor no infundado de que el nuevo viaducto y el suntuoso parque que se planea construir debajo y en sus alrededores siga atrayendo a una población no latina y con más solvencia económica que termine apoderándose de su territorio, como ha ocurrido tantas veces en el pasado.

Como lo expresó en Ciudad de Cuarzo el recién fallecido Mike Davis, uno de los más agudos críticos sociales y visionarios de Los Ángeles, “Si hubo un momento para el fuego en el vientre y una política radical de esperanza, es ahora. A pesar de la montaña de oro que se ha construido en el centro de la ciudad, Los Ángeles sigue siendo vulnerable a la misma convergencia explosiva de ira callejera, pobreza, crisis ambiental y fuga de capitales que hizo de principios de la década de 1990 su peor período de crisis desde principios de la Depresión” (4). Y esa explosiva convergencia de ira callejera, ese fuego en el vientre que parece no tener orden y que todo lo rompe, es lo que se solapa detrás del grafiti, de las carreras de los low raiders chicanos y de los miles sin techo que sobreviven a la intemperie a pocos metros del puente. Esas voces explosivas han sido siempre el germen radical de la esperanza. De ese futuro caótico en que se mira el presente.

Fuentes citadas:

1) Capital City. Gentrification and the Real Estate State (Ciudad capital. Gentrificación y los verdaderos bienes raíces), por Samuel Stein. Verso Books, 2019.
2) Stealing Home. Eminent domain, urban renewal, and the loss of community (Robando base. Expropiación, renovación urbana y pérdida de la comunidad), por Linda Christensen. Zinn Education Project, s/f.
3) A Lighter Shade of Brown? Racial Formation and Gentrification in Latino Los Angeles (¿Un marrón más claro? Formación racial y gentrificación en Los Ángeles latinos), por Alfredo Huante. Social Problems, Volume 68, Issue 1, February 2021.
4) Ciudad de Cuarzo. Excavando el futuro de Los Ángeles, por Mike Davis, Madrid, Ediciones Lengua de Trapo, 2003.

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Este artículo fue apoyado en su totalidad, o en parte, por fondos proporcionados por el Estado de California y administrados por la Biblioteca del Estado de California.

Valentín González-Bohórquez

Profesor de Pasadena City College que ejerció la docencia en otras instituciones como la Universidad de California Riverside y Biola University. Entre sus publicaciones se destacan Árbol Temprano. Poemas selectos (Page Nine, 2012), Exilio en Babilonia y otros cuentos (Page Nine, 2005) e Historia de un rechazo (Alternative Publishers, 2001). También es co-autor de A History of Colombian Literature (Cambridge University Press, 2017) y The Reptant Eagle: Essays on Carlos Fuentes and the Art of the Novel (Cambridge Scholars Publishing, 2015). Es aficionado del arte, cine, ajedrez, tenis, viajar, el medio ambiente y camping.

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