Las masacres que nos pesan
Hace casi un año estaba encerrada en el baño de un restaurante de un centro comercial acabándome los santos. Atrincherada y con el corazón desbocado solo podía escuchar mi respiración entrecortada que retumbaba en las sienes. A veces contenía el aliento sin darme cuenta, para no romper el silencio ni con un suspiro. Estaba casi en posición fetal abrazando a mis hijos, que me veían con curiosidad.
Estábamos parapetados en medio de una trifulca por un hombre armado.
Los traumas que deja la violencia
Minutos antes, cuando vi la estampida humana, me atacaron los recuerdos de los muchos tiroteos que me ha tocado cubrir como periodista. En un instante me pasaron por la mente, como en película en cámara rápida, las muchas matanzas de las que he escrito desde que me mudé a Estados Unidos. Por un segundo que me pareció eterno, descubrí que también sufro de un síndrome de estrés postraumático del que los reporteros poco hablamos.
La primera vez que vi a una persona asesinada fue cuando trabajaba en Sonora. Era el integrante de una banda musical y lo habían baleado en un lavado de autos. No me acuerdo de los detalles, pero en mi mente tengo fresco el rostro destrozado y la sangre.
Después me mandaron a cubrir a una persona que se quitó la vida y un cuerpo descompuesto en un terreno baldío.
He estado en muchos escenarios de crimen, de esos que tienen cinta policiaca y los que se silencian en el desierto. No me alcanzan los dedos para enlistar los funerales y las matanzas. Y eso pesa, mucho.
Quizá antes lo entendía distinto. No eran míos los muertos ni las cruces, era un duelo siempre ajeno. Hasta que los tuve a ellos. Cuando los sostuve por primera vez, todo el mundo me pareció suyo; lo bueno y lo malo. Eso es lo que hace la maternidad, que tengamos miedo y fuerza… un despertar de los traumas.
¿Es esta la nueva normalidad?
En el fin de semana festivo, justo para cerrar el mes de mayo, se reportaron 21 tiroteos masivos con más de una docena de muertos en Estados Unidos. ¿Cómo les explico a mis hijos que no es normal, si es lo que ven todos los días en las noticias y hasta en el resumen del día de la Alexa? ¿Cómo me digo a mí misma que todo estará bien, sin sonar como una impostora?
En este país los culpamos a todos de la sangre que se derrama, pero no cargamos los cuerpos que nos tocan. Cada vez que hay una tragedia desviamos la conversación. Pareciera que siempre hay algo más urgente que atender que las vidas que se nos escurren entre los dedos y las conciencias. Fruncimos seños y estiramos dedos acusadores y, al final, nada cambia.
Se cumplió un año de la masacre de Uvalde y poco se habla de esos niños que no van a crecer y los padres que jamás serán abuelos.
La indignación comunal se va desvaneciendo, mientras el dolor de los deudos se confunde con esa indignación, la impotencia y ese desabor de que además de su pérdida, esas vidas pudieron haber terminado en vano.
Si hubieran sido ellos, pienso… ¡carajo!