Alejandra* se quitó el cubrebocas en público por primera vez en Portland, Oregón. Antes de este viaje forzado, solo usaba mascarillas negras que combinaban con el luto que también porta en su ropa y en las ojeras cada vez más marcadas. Lo hacía sin pensarlo, como un instinto de sobrevivencia ante el dolor de la pérdida. Su esposo, quien tenía menos de 35 años, murió en menos de dos días de coronavirus el año pasado; desde entonces ella se convirtió en lo más parecido a una sombra.
La pandemia le cambió el estado civil a viuda a los 33 años. Pidió una incapacidad de más de un año en su trabajo para superar la ausencia de su compañero; dejó de comer; perdió el gusto por la moda que la caracterizaba y se aisló en su casa. La tristeza la llevó a los extremos. Pasó la Navidad sola, en pijamas y con comida de lata. Le salieron canas. Su perro también murió. Su jardín se convirtió en una selva y los ductos del aire acondicionado se llenaron de polvo. No sabía vivir sin él ni quería hacerlo.
El nombre de su esposo es uno de los 18,000 que se han escrito en actas de defunción en Arizona desde que comenzó la pandemia por coronavirus. En Arizona, la mayoría de los decesos por el covid-19 es de personas blancas mayores de 65 años y esta tendencia continúa a pesar de los esfuerzos de las autoridades por vacunar a adultos mayores. La indiferencia se impuso en muchos hogares y ha costado vidas.
Pero él no era mayor ni tenía condiciones preexistentes. Fue uno de los 748 jóvenes de entre 20 y 44 años que sucumbieron al virus; quizá para algunos no son tantos, pero para Alejandra, uno es suficiente para resistirse a volver a una normalidad de rostros descubiertos, abrazos y reuniones familiares.
Ella también se estaba dejando caer y no quería que nadie la rescatara. Hasta que otra muerte, la de una amiga cercana, la despertó. Nadie tiene la vida comprada y a ella se le estaba yendo en la autocompasión. Así que a regañadientes accedió a hacer un viaje para llevar las cenizas de su amiga a la cascada. Ver volar los restos de esa mujer logró lo que nadie antes: que se descubriera el rostro, que volviera a abrazar y que sonriera de corazón sin pretensiones ni autoflagelo.
Alejandra hizo las paces con su duelo, un año después de enterrar a su marido. Cuando volvió de Portland comió por primera vez en un restaurante durante la pandemia y acudió a un juego de béisbol de los D-backs. Al principio, dijo, sentía culpa y una ansiedad que se le colaba por la columna vertebral. Después, las multitudes le cortaban la respiración y la hacían retroceder; no entendía como el mundo había olvidado tan rápido la crisis y el encierro.
Recorrió la escala de emociones, hasta que soltó. Hoy, asegura, entiende el concepto de libertad desde otra perspectiva: me cuido y te cuido, aunque no me lo pidas, aunque no lo busques, aunque no entienda por qué.
La vida nunca será igual después de un duelo, menos cuando la pérdida fue tan inesperada y dolorosa como las muchas que causó la pandemia. Pero Alejandra demuestra que aún hay vida… no solo por cuidar, sino por vivir. Con eso me quedo. Con la capacidad de echar pa’lante cuando los recuerdos nos jalan para atrás. Sí, la vida sin muchos pero con nosotros es la nueva realidad por descubrir.
*Alejandra es un seudónimo usado para respetar la privacidad de la entrevistada.