Los días después de la matanza de Uvalde

Ayer, viernes 27 de mayo, amanecimos con el dolor en la garganta. Ese que dejan las tragedias. Una espina clavada ante la injusticia que produce vivir en una sociedad que no cuida la vida. El horror que deja la práctica de matar, sustentada por el Segundo Mandamiento de la Constitución de Estados Unidos y que posiciona a este país en el ranking número uno en el mundo por asesinatos en masa.

Amanecimos con un nudo en la garganta viendo los rostros de los diecinueve inocentes que saludaron a sus madres, padres y abuelos por última vez, antes de ir a la escuela para encontrar una muerte absurda y evitable.

El asesino dejó constancia de su siniestro plan en el Facebook de un contacto suyo en Alemania. Entró a ese salón de la Robb Elementary School y anunció: “Es hora de morir”. Así lo recuerdan los niños sobrevivientes, entre ellos Miah Carillo. Ella manchó su ropa con la sangre de su mejor amiguita, ya abatida, para pretender estar muerta y así salvar su vida.

La tragedia de Uvalde, Texas, pasa frente a nuestros ojos; con particular intensidad para aquellos que trabajamos en educación. Los que saludamos a los policías estacionados a las 8:35 am frente a la escuela, custodiando las calles, por las dudas. Los que dos veces al año cubrimos con papel y cinta adhesiva las ventanas, preparando las aulas para practicar el simulacro de ataque de armas en la escuela. Casi siempre se nos acerca la mano temblorosa de un estudiante asustado que nos pregunta: «¿Hay alguien malo dentro de la escuela y nos van a matar?»

Lloramos al mirar los rostros sonrientes de estos niños masacrados y pensamos, con dolor en el pecho, en esas dos maestras que no pudieron decir: “No, es solamente un simulacro”. Ellas dieron sus vidas por sus estudiantes y esos alumnos de cuarto grado de primaria vivirán para siempre con el recuerdo de haberlas visto morir delante de sus ojos, al igual que a sus compañeritos.

El horror es insoportable. También lo es la indignación que se siente cuando, a pocas horas del siniestro, vemos en las noticias, la cara resignada del senador Ted Cruz diciendo: “Rezaremos por las víctimas”. Es un insulto denigrar la fe a la resignación, cuando la tarea del hombre en la tierra es cuidar la vida y no se hace adrede, sustentando un discurso de odio y supremacía racial.

Hace menos de dos semanas, 10 fue el número de los muertos en un supermercado de una comunidad negra de Buffalo, New York. El asesino fue otro joven de 18 años que antes había escrito un manifiesto racista de 188 páginas para sustentar su acción criminal.

Tienen que legislar el control de armas porque es increíble que alguien tenga que mostrar su documento para comprobar que tiene 21 años antes de comprar una cerveza, pero pueda al cumplir 18 años ir a comprar un arma para matar”. Esto lo dijo ayer Rolando Reyes, el abuelo de Salvador Ramos, el asesino, quien mató, entre tantos, a los nietos de los amigos de su abuelo.

El dolor es insoportable; para algunos demasiado. Nosotros amanecimos pero no lo hizo Joe García, el esposo de Irma García, asesinada junto a la otra maestra, Eva Mireles.

“Se le rompió el corazón” anunció su sobrino en una cuenta de Twitter cuando dio a conocer la noticia. La pareja tenía cuatro hijos que en menos de 48 horas quedaron huérfanos.

Mientras los políticos le preguntan a Dios cómo puede pasar esto, en vez de legislar, la gente toma las calles.

En California, del otro lado del Golden Gate Bridge, en la localidad de Mill Valley, dos estudiantes de la secundaria se paran en la puerta de la escuela Tamalpais High School sosteniendo dos carteles que dicen:  “Dejen de matarnos” “Paren las armas”.

Los autos apoyan tocando bocinas. Les pido permiso para sacar una foto y me dicen: “Esto es insoportable”. Les agradezco y me alejo sin pensar que no es casual que las manifestantes sean mujeres, cuando se está tratando de retroceder a 1973 para legislar pasando por sobre el derecho a sus propios cuerpos. La ley sí tiene una celeridad inusitada en estos casos. Los militantes de la vida, que se oponen fanáticamente al derecho de toda mujer a una maternidad deseada, se niegan a legislar un control de armas y levantan las banderas de la libertad para sostener la muerte. Ellos son los asesinos ideológicos que generan desde sus políticas de odio esto que llaman “terrorismo doméstico”. Tienen sangre en las manos, las de diecinueve inocentes niños de escuela primaria.

A las cinco de la tarde, regresamos de una caminata por este hermoso pueblo. El ruido de muchísimas bocinas dirige mi mirada a la calle opuesta a la escuela donde al mediodía se manifestaban las estudiantes. Son una veintena de residentes de la comunidad de jubilados llamada “The Redwoods”. Algunos en sus sillas de ruedas, otros en sus sillas plegables, muchos de pie pero todos sosteniendo carteles: “Por nuestro planeta, por la gente, por el futuro», «Prohiban la venta libre de armas de asalto, ya”, “Protejan a nuestros niños en vez de proteger a la armas”.

Se me llenan los ojos de lágrimas. El dolor se transforma en emoción cuando la acción toma las calles y la vida de las personas transforma la indiferencia en solidaridad.

Son hombres y mujeres que en los años sesenta, quizás también estuvieron en la calle defendiendo la vida de miles asesinados en Vietnam, obligados a matar niños y maestras por una razón tan miserable y mezquina como es la guerra.
Hoy en vez de rezar, de embotar sus cabezas frente a las pantallas de televisión que repiten las elucubraciones desde el discurso del poder, buscando excusas, ellos salieron a expresarse y exigir. 

Me acerco, les agradezco, les tomo fotos y comparto este momento con Miguel Cavalin. Un militante por la vida, argentino, que debió dejar su país junto a su compañera Sara Ponce de León después de que ambos sufrieran el horror y la cárcel por expresar sus ideas.

“Así fueron los movimientos contra la guerra. Ojalá tenga efecto”, me dice Miguel desde un mensaje de Whasapp. “Tenemos que estar preparados para caminar nuevamente las calles. Es en lo que podemos contribuir”.

Escucho las bocinas, dos músicos cantando el himno de la paz de Woody Guthrie “Esta tierra fue hecha para vos y para mí”. Tomo la mano de mi hijo y nos alejamos para volver a nuestra casa. El dolor le da lugar a la esperanza. Imagino a los estudiantes muertos caminando detrás de sus dos maestras y al compañero que se les unió para seguir junto al amor de su vida. Un pájaro atraviesa el cielo y yo les prometo que vamos a luchar por ellos y por todos.

Este artículo fue apoyado en su totalidad, o en parte, por fondos proporcionados por el Estado de California y administrados por la Biblioteca del Estado de California.

Adriana Briff

Adriana es educadora en el Distrito de San Carlos, California.Tiene una licenciatura en Comunicación Social de la Facultad de Ciencias Políticas, de la Universidad Nacional de Rosario. Madre de Dante, un joven autista de 23 años, Adriana disfruta en escribir crónicas diarias, que ella ha titulado "Fotos con palabras". Sus textos pueden verse en Facebook. También ha publicado en las revistas Urbanave y en Brando, del Diario Nación y Página 12 Rosario.

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