Jorge Luis Borges y el otro imaginario

Existe un espejo en la vida de todo ser humano, como una entrada al laberinto que a cada quien le corresponde. El espejo puede ser muchas cosas, pero entre ellas es una puerta hacia otra dimensión, un pasaje hacia donde uno —quizás— pudiera reencontrarse con el otro. Hay veces que el espejo provoca el temor a la magia de lo inverso y la multiplicidad, lo cual realmente es un riesgo, puesto que uno puede ser absorbido por su azogue, convertirse en alguien distinto y después de tanto reproducir una imagen equivocada diluirse en lo desconocido…

Con probabilidad esto pudo ser el terror que sentiría Jorge Luis Borges (1899-1986) cuando era niño y se encontraba con los espejos: terror suyo, que quizás fue el de Teseo ante el laberinto o el del mismo Prometeo ante el fuego. Aunque en verdad no creo que fuera tal, sino un deseo de no entrar en esas paredes de cristal para no perder el lado de acá, supongo, esto que aparentemente todo el mundo cree conocer.

Sin embargo, sospecho que sin que el mismo Borges en un principio lo advirtiera, el horror a los espejos (o al laberinto) se transformó de duda existencial en duda imaginaria, que es como decir: en curiosidad y seducción cuando, antes de ser un ciego luminoso, descubrió que del otro lado se encontraba el mundo de Imago (y que este ámbito también pudiera sentirse como el verdadero), donde se podía estar y ser, y que el miedo y la misma nada se hallaban más que todo en este mundo de acá, por lo que en muchos casos es mejor contemplar la vida desde el otro lado; o sea, del lado de adentro del espejo (o del laberinto).

Con seguridad, desde que Borges publicó su primer libro —y hasta después de su muerte— era ya un escritor —al decir de Harold Bloom— al que sus ideas no se le podían (ni pueden) clasificar como religiosas, políticas o psicoanalíticas, cuestiones estas últimas que, según el mismo Bloom, él rechazó.

Sin embargo, lo que sí resulta indiscutible es que este argentino fue un maravilloso creador de ficciones metafísicas, y entre los pocos escritores universales que han tratado con belleza y profundidad el tema del otro, Borges figura como uno de los más preclaros, por contar no sólo con un estimable arsenal de temas novedosos, sino además porque la factura de sus poemas, de su prosa crítica y sus narraciones proyecta una exquisita apariencia de serenidad y lógica, que verdaderamente esconde las fuertes vibraciones de un sentido estético hacia lo desconocido; de aquí que algunos críticos, que gustan descifrar lo hermético y pueden encontrar la trascendencia de la luz entre las sombras, lo hayan definido como un enigmático iluminador de antigüedades y de misterios presentes y futuros.

En este caso, lo enigmático es en realidad el asombroso talento de un ciego que ha hecho de las sombras el inquietante resplandor de un mundo contenido en el doble de todo ser humano.

En sus obras (Historia universal de la infamia, El jardín de senderos que se bifurcan, Ficciones, El Aleph, La muerte y la brújula y Cuentos breves y extraordinarios, entre tantos importantes libros de poemas, ensayos, crítica literaria y colaboraciones con otro autor como Adolfo Bioy Casares), este hacedor —que siempre ha hecho de toda creación algo inesperado— ha sabido revelar la dimensión fantástica de la realidad. Sus cuentos, y buena parte de su poesía, le han otorgado a la realidad el verdadero valor que conlleva el hecho de que ésta se encuentra formada no sólo por lo material y corpóreo de la vida, sino asimismo por la —aunque impalpable— real dimensión de lo imaginario.

Para Borges, la realidad no es exclusivamente el recuerdo en apariencia historiado de un gaucho como Tadeo Isidoro Cruz, sino también (y quizás más importante) ese despertar de Asterión, que quiere salirse de todo trasfondo ficcional que puede encerrar el Minotauro como protagonista de un laberinto mental; pero que para mí se me antoja el laberinto simbólico de lo que es el mundo: la soledad.

El ser humano, por lo general, tiene su doblez, su historia otra, en la propia creación imaginativa de sus sueños; por lo que la imaginación es la otra cara, oculta, de la realidad.

El sueño, en este portentoso autor argentino, constituye la creación posible del mundo en sus latitudes intangibles; intangibilidad no menos cierta, sino probablemente más esencial que las elementales tres dimensiones de nuestra vida corporal. El sueño se descubre así como un acertijo de identidad: ¿quién sueña a quién? Y es con esta interrogante que se teje mucho del universo borgiano. No es de dudar que esta problemática metafísica viene anunciada ya en sus poemarios Fervor de Buenos Aires (1923), Luna de enfrente (1925) y Cuadernos San Martín (1929); libros en los que el argentino expresa lo fantasmal de una ciudad que llega a mezclarse con la pampa (Fervor…) y las incidencias originarias, en los otros cuadernos, que tienen para el ser humano los hechos de la soledad, el tiempo y la muerte.

La identidad en la literatura de Borges es algo que va más allá de la tierra argentina, incluso, de lo hispanoamericano. La identidad para él resulta ser una búsqueda de lo universal como cosmología. Viene a ser el hombre en su verso (in verso) de la intimidad y de todo aquello que lo trasciende. En mi criterio, Borges siempre ha buscado a Dios mediante el recurso de la duda. Su escepticismo ha sido un sinónimo de infinitud. O podríamos traducirlo como su identidad inmortal, porque este ciego que estuvo lleno de luz, ahora —después de su muerte física— continúa en las ideas de ese otro que ha quedado en nosotros, como que somos ese él que nos funde (y confunde) a través de la eternidad de las palabras. En su escrito de Borges y yo lo dice claramente:

Sería exagerado afirmar que nuestra relación es hostil; yo vivo, yo me dejo vivir para que Borges pueda tomar su literatura y esa literatura me justifica. Nada me cuesta confesar que ha logrado ciertas pági nas válidas, pero esas páginas no me pueden salvar, quizás porque lo bueno ya no es de nadie, ni siquiera del otro, sino del lenguaje o la tradición. Por lo de más, yo estoy destinado a perderme definitivamente y sólo algún instante de mí po drá sobrevivir en el otro…Yo he de quedar en Borges, no en mí (si es que alguien soy)… Así mi vida es una fuga y todo lo pierdo y todo es del olvido, o del otro. No sé cuál de los dos escribe esta página.

El otro es la parte que todos tenemos de la entrega; y lo es porque aquí se da el doble positivo, el que es reconocido por uno para llegar —visto desde una perspectiva intelectual realmente abierta— a la instancia de la humildad humana, que es algo más que la simple suma del talento y las habilidades. Probablemente fue ello el sentido de Asterión cuando se deja matar por Teseo, no sólo para liberarse del laberinto mental en que estaba encerrado, sino también para convertirse en el otro mediante el mito y la posibilidad de la reinterpretación de este mito con los años y los siglos, y así asegurar la universalidad (o lo que pudiéramos decir también: la inmortalidad).

Borges resuelve así dos problemas; el primero: un asunto de la mejor retórica, la estrategia a emplear para reconocerse a sí mismo como un hacedor consciente de su destino creativo, que es su valor en este mundo objetivo. Por lo que deja que su conocimiento y sensibilidad, y las posibilidades de conocer lo desconocido, se subordinen al otro ser que ha imaginado ser, y que al mismo tiempo no es él solamente, sino también todos los que nos identificamos con su proyección, con su irreverencia para con la exclusiva materialidad del mundo. En este sentido, el otro para Borges es la posibilidad de comprenderse él mismo (y hacernos comprender) la inmortalidad del hombre. El segundo problema es la trascendencia del ser humano en el ser imaginario, y, de hecho, la conjunción del individuo con lo universal, para ser parte y coadyuvar a esa energía cosmogónica a la cual debemos dirigirnos. Borges de esta manera se suscribe a lo infinito: subordinación total a la trascendencia de lo desconocido, pero que en resumidas cuentas es la esencia divina de Dios. El otro también es Dios y somos nosotros, soy yo mismo en mi identificación con Borges. Somos uno y todos al mismo tiempo: razón de ubicuidad, sólo comprensible y alcanzable mediante la imaginación.

Aquí nos deshacemos de la falsa modestia: somos humildes pero también grandes e inefables, porque en realidad Borges no habla de su persona, sino del género humano, de la potencialidad que tiene el hombre de alcanzar su propio destino de re-crearse a sí mismo, como un demiurgo, a imagen y semejanza de Dios; no por fatuidad, sino porque el mismo Creador lo quiso así: somos parte, causa y consecuencia de la creación. Es como el juego metatextual de la creación: la infinitud del juego de los espejos y de la caja china a la par de mi difuminación dentro del género humano: autorrecomposición creativa. Yo y nosotros somos el Aleph y viceversa… Esto es como un camino para comprender que somos parte del sueño de Dios, porque, en última instancia, conformamos el corpus de Dios mismo.

De aquí, la duda armónica de quién soy, quiénes somos: yo o el otro, duda infinita, imaginaria, como el mismo sentido lúdico de la identidad.

Y bien, estos breves apuntes que hago ahora me ponen en duda: ¿será que alguna vez nosotros fuimos algo de él (lo somos aún)? ¿Será que Dios —como Borges mismo— nos está soñando indefinidamente? ¿Será que el sueño de Dios es la con-fabula ción, será?…

Autor

  • Manuel Gayol

    Manuel Gayol Mecías Escritor y periodista cubano. Editor de la revista literaria online Palabra Abierta (http://palabrabierta.com). Graduado de licenciatura en Lengua y Literatura Hispanoamericana, en la Universidad de La Habana en 1979. Fue investigador literario del Centro de Investigaciones Literarias de la Casa de las Américas (1979-1989). Posteriormente trabajó como especialista literario de la Casa de la Cultura de Plaza, en La Habana, y además fue miembro del Consejo de redacción de la revista Vivarium, auspiciado por el Centro Arquidiocesano de Estudios de La Habana. Ha publicado trabajos críticos, cuentos y poemas en diversas publicaciones periódicas de su país y del extranjero, y también ha obtenido varios premios literarios, entre ellos, el Premio Nacional de Cuento del Concurso Luis Felipe Rodríguez de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC) 1992. En el año 2004 ganó el Premio Internacional de Cuento Enrique Labrador Ruiz del Círculo de Cultura Panamericano, de Nueva York, por El otro sueño de Sísifo. Trabajó como editor en la revista Contacto, en 1994 y 1995. Desde 1996 y hasta 2008 fue editor de estilo (Copy Editor), editor de cambios (Shift Editor) y coeditor en el periódico La Opinión, de Los Ángeles, California. Actualmente, reside en la ciudad de Corona, California. OBRAS PUBLICADAS: Retablo de la fábula (Poesía, Editorial Letras Cubanas, 1989); Valoración Múltiple sobre Andrés Bello (Compilación, Editorial Casa de las Américas, 1989); El jaguar es un sueño de ámbar (Cuentos, Editorial del Centro Provincial del Libro de La Habana, 1990); Retorno de la duda (Poesía, Ediciones Vivarium, Centro Arquidiocesano de Estudios de La Habana, 1995).

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5 comentarios

  1. Mi bebé me enseñó algo sobre el espejo que me hizo feliz por el resto de mi vida con ese recuerdo. Yo la llevaba en brazos o pegada a mi pecho en un canguro de ésos que se amarran y permiten el movimiento de brazos. Así estudiaba, limpiaba, iba a la cocina o al baño. Ella era muy chiquita. Así pasaron un par de días. Y al tercero, cuando me estaba secando las manos con una toalla a nivel de mis hombros, me miró la cara, miró al espejo, volteó a mirarme y luego al espejo, descubrió una mujer igual que yo y otra personita en brazos de esa mujer y exhaló un ghhhh de júbilo que le llenó el corazón de pálpitos. La sonrisa se le fue extendiendo en su cara rosadita mientras le salían gorgoritos de la garganta. Yo me quedé ensimismada mirando nuestra imagen en el espejo y empecé a sonreir. Ella seguía mirando al espejo pero ahora su manita me acariaba el rostro. Y así pasaron los minutos. El espejo es el lago donde se hunde la soledad y aparece la compañía amorosa. No hay cómo mirarse al espejo con un amigo u otra persona amada y descubrirse sorprendidos y sonreír juntos.

  2. Gracias a ti, mi amigo Julio. Siempre he considerado que el fenómeno de los espejos y Borges, en su relación incluso más allá de Lewis Carrol, resulta un tema infinito, y no tanto por Borges como por los espejos mismos, porque el caso de Borges como el Aleph es consabido por su infinitud. Ahora bien, en el supuesto del que te quiero hablar, el azogue de los espejos es algo que todavía deslumbra. Porque tiene, por supuesto, su causa técnica, científica, física, digamos, pero después de ello, se transforma en un recurso insondable de la imaginación. Algo que se hace tan complejo y de una manera tan extraordinaria, que aún hoy, en el siglo XXI, si nos ponemos a pensar frente a un espejo, podríamos llegar a sentirnos tan asombrados y atónitos como los primeros nativos de cualquier isla que vieron, por primera vez, este medio en que ellos se reproducían. Quizás tu perro no estaba equivocado y el mismo Jung anduvo por estos recovecos cuando quiso inmiscuirse en la irrealidad. Y Borges acertó, desde los años 30 ó 40 del siglo pasado, cuando dedicó buena parte de su imaginación a resolver sus propias dudas no sólo con los espejos, sino con el universo detrás de su luna o cristal. Borges es tan infinito como su propia imagen en un espejo. Gracias mil, por tus consideraciones siempre valiosas para mí. Un abrazo, Manuel

  3. Manuel. Algunas veces miro a mi mascota observarse en el espejo, y suena ridícula la comparación, y el perrito ladra como si tuviera enfrente un ser diferente. Tal vez Borges temía los espejos porque eran la representación de otro yo que él no era capaz de determinar. Es como una dimensión diferente, una proyección visual de un cuerpo que es el nuestro pero que el misterio de la física lo convierte en metafísica de uno frente al otro. ¿Qué somos sino, especialmente para un metafísico como él, una extensión repetitiva y diferenciada? Ese hombre original del Aleph se corporiza en el encuentro con nos y otros. Como siempre, gracias por tus trabajos adonde te adentras en la evaluación del escritor y su instrospección en los espejos de la vida.

  4. Tu pregunta, querido amigo Lauro, me estimula a contestarte, y es que siguiendo tu serio humor me digo a mi mismo que posiblemente lo de Narciso este siempre relacionado con él y con todos, porque pienso es un síndrome que, en alguna medida, tenemos todos los seres humanos, pero principalmente los escritores. En el caso de Borges no descarto la posibilidad de que él mismo estuviera (y esto, por supuesto, es una especulación, y creo que válida dentro de la literatura) un tanto poseído de su propia fealdad, puesto que su rostro parecía ser una rareza amable y hasta bella, atractiva, ya que sus rasgos no eran de Adonis, pero sí tenía una mirada que parecía venir de los celtas o de un sabio de una civilización perdida. Quizás él no fuera consciente de esto, y su horror estuviera más en la duda de perderse en los espejos, en una duda existencial que lo debió sumir, al principio, en un gran estremecimiento de pavor hasta que en algún momento descubrió que podía superar la duda (y por ende a los espejos) dudando de sí mismo, naturalmente?); sólo dejándose llevar por la inercia de su creación. Borges fue un ser como Lezama, totalmente poseído por los daimons de la creación. Gracias mil por tu incitante pregunta. Un abrazo, Manuel

  5. Con este texto de Borges ya tienes casi un nuevo libro de ensayos sobre autores que te han llamado la atención. Una pregunta, ¿el horror de Borges a los espejos no sería que padeción un Síndrome de Narciso pero al revés, es decir, el terror a verse tal cual era o de reconocer una imagen distorsionada de la que tenía de sí? Esto es un cuestionamineto para Jung. Un abrazo. Lauro.

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