La faena de vivir: a Luis Sepúlveda

Este cuento está dedicado a Luis Sepúlveda, el gato nortino que nos enseñó a escribir. Liza Rosas Bustos

Éramos bastantes en este piso. Pero de a poco la unidad se ha ido desparramando. Tres enfermeros se fueron a casa con fiebre. Siete fueron transferidos a emergencia. La jefa de la unidad, que murió aquí mismo en esta cama, está en la puerta de atrás del hospital, esperando entierro.

Somos un puñado de tres, tratando de matar un bicho que no vemos, vigilando el soporífero cuerpo de Dante, paciente diabético de 45 años, en el Presbiterian Hospital de la 168 de Washington Heights.

Sabemos todos que el cortisol es la última carta de apuesta. “Pero el cortisol es enemigo de los diabéticos—dice el doctor— Dispara el azúcar del paciente y lo mismo se nos va.

Nosotros, zombies de sueño, mirando al suelo.

Ya nadie dice lo que piensa. Nos tragamos las palabras. Espetamos chispazos de miradas. El pitido del respirador se impone. Las máquinas hacen lo suyo. Nosotros llevamos la cuenta de la fiebre, acomodamos y nos turnamos sacando las batas de los cuerpos soporíferos de los pacientes.

Dante sangra un poco por la boca, seguro es gingivitis que ha explotado por la fiebre. La Smith, quien está de turno conmigo, lo limpia con la toalla. Enchufa la jeringa en el tubo, lanzando un borbotón de odio que me traspasa.

“Esta enfermera no me aguanta” pienso.

Nuestro enfermo se descompensa, comienza a jadear. Su jadeo no mengua. El aire apenas entra por las costras de mucosa que le obstruyen la laringe. Lo ponemos boca abajo para que respire. Le hemos inyectado una amunición de anticoagulantes. La Smith lo endereza hacia un costado. Me pide ayuda con un gesto hosco. Lo acomodamos en vaivén hacia la derecha. La Smith saca fluidos de la boca con una palito de punta de algodón para ayudarlo a respirar. Yo lo afirmo.

—Tú eres de Viet Nam ¿verdad?—pregunta con acento gringo.

—No, del Perú—clarifico.

Seguro es trumpista. Soy su extranjera, la inmigrante intrusa, la odiada de turno. Probablemente odia mi acento y hasta mi forma de caminar. Nos miramos. El odio le mana de los ojos como una arteria sin cauterizar.

—¿Cómo conociste a Carlos Martínez?—me pregunta.
—Por ahí por la vida—respondo—¿Lo conoces también?
—Estamos casados por diez años.
— Ah—digo. Mi atención fija en la boca del Dante.
—¿Cómo es que le conociste?—pregunta.

A esas alturas con Dante jadeando bajo nuestros brazos.

—Por ahí en la vida—respondo,
—Vi tu foto en sostenes. Se la encontré en el celular. Está cuidando a nuestros hijos—contesta.

“¿Niños? Hijoepu nunca dijo niños”, pienso.

No fue mi culpa salsa en Iguana del Mid Town. No llevaba anillo.

Nos echamos unos buches de tequila. Bailamos unos temas del grupo Niche y seguimos el baile en RBNB.

Carambolas de la vida que terminara trabajando con su mujer en el mismo hospital. Qué iba yo a saber que estaba casado con ella.

Menos que ella se iba a topar con mi foto en el celular.

El gemido de Dante se impone vaciando aire de lo que le queda de pulmones. Afuera se escuchan los buches de lluvia aventándose sobre las escaleras, el gentío de la emergencia, los truenos como petardos. Dos ambulancias aúllan a lo lejos como coágulos circulando por las arterias de la ciudad. Tumbamos a Dante de un lado a otro. Su entubado cuerpo se mece como una canoa.

El respirar trabajoso de Dante se impone. Traga aire con lo que le queda de pulmones. El ronquido y al goteo constante del suero.

Dante llegó anoche. Lo subieron de emergencia a las tres de la mañana. “Profesor de Danza” dice la hoja de vida. Busco un teléfono y pongo música clásica en Pandora. Es inútil. La virulencia no se distrae.

Entre coágulos y fiebres hirvientes, con un ritmo inefable este mal bicho nos va enseñando a vivir sin certezas. Va invadiendo el músculo más pulido, el cerebro más lúcido, los gluteos más moldeados, el corazón con pliegues que guardan los años mejor vividos. Arrasa como un incendio de maleza. En la lontananza de la sala todo es cables, mangueras y ruido
acompañando el soporífero cuerpo planetario de Dante.

Dante ¿nos oyes?— Dante traga aire, levanta los brazos apurando el pitido. Se apura la máquina. Dante se nos va. El coágulo de odio se disuelve. La Smith y yo nos miramos despavoridas.

Entra el doctor preguntando si medimos la fibrilosidad.

—¿Qué hacemos, doctor? —Pregunto.

—No sé—responde conforme anota en su bitácora los números del
respirador.

—¿Hacémoslo mañana? —pregunta la Smith con un español champurreado.

—No sé si voy a saber —responde Placeres.

Nuestras miradas de pájaro extraviado se posan en la cara entubada de Dante.

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Liza Rosas Bustos

Profesora chilena (Valparaíso, 1970). Reside en Nueva York (EUA) desde hace doce años. Ha colaborado para el periódico literario Puente Latino, Hoy de Nueva York. Forma parte del Espacio de Escritores del Bronx Writer’s Corps. Cuentos suyos han aparecido en las revistas Hybrido y Conciencia. Sus poemas, ensayos, artículos y cuentos han sido publicados por la Revista virtual Letralia de Venezuela. Sus poemas aparecen en las publicaciones mexicanas La Mujer Rota y la Revista Virtual Letrambulario además de Centro Poetico, publicación virtual española. Actualmente se desempeña como profesora de español de segunda lengua en Frederick Douglass Academy II de Harlem y realiza estudios de Doctorado en Literatura Hispánica y Luso Brasileña en Graduate Center, City University of New York. More »

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