Juan Rulfo: ‘el gobierno no tiene madre’
Aunque a Rulfo lo vi la primera vez en 1976, en la Feria del Libro de Francfort de aquél año, dedicada a América Latina, y hasta fui testigo del entrañable abrazo que se dieron él y Max Frisch, conocerlo lo conocí en Las Palmas de Gran Canaria, en mayo de 1979, el día de la apertura del primer Congreso –que luego llamé Etílico– de la literatura en español.
Estaba casi escondido, en un rincón de un patio de la Casa Colón, fumando como únicamente he visto fumar a Heinrich Böll, con avidez y deleite simultáneos. Y además solo: o nadie se daba cuenta de su presencia, o más bien pudiera ser que él mismo hubiese elegido aquél rincón para escaquearse. Sólo que yo había viajado a Canarias ubicándolo en el primer lugar de mi lista de prioridades. Y apenas lo descubrí me acerqué a presentarme.
Estuvo muy atento conmigo, pero al mismo tiempo muy resuelto cuando le expliqué que era redactor de la Radio Deutsche Welle y que quería hacerle una entrevista. “No”, me dijo, “mejor no, aborrezco las entrevistas”. “Pero platicar…”, me aventuré. “Platicar, sí”, me contestó. Y mucho fue lo que conversamos.
La tercera y última vez que lo encontré sería en Berlín, de nuevo en mayo y tres años después.
Tenía lugar Horizontes 82, la mayor muestra de arte y cultura latinoamericanas que se haya celebrado nunca jamás, dentro y fuera de América Latina: literatura, pintura, fotografía, ballet, teatro, cine, música clásica, salsa, tango, folkore, coloquios intelectuales… nada faltó en aquél acontecimiento irrepetible. Al que también acudió invitado Juan Rulfo.
El hotel donde se alojaba, el Schweizer Hof, quedaba a muy pocos minutos a pie del mío, y tomé la costumbre de irlo a buscar después del desayuno para charlar con él y dar algún paseo.
(A veces nos acompañaba Darcy Ribeiro, el antropólogo y escritor brasileño, fascinado por una tienda con una exposición gigantesca de árboles miniatura enfrente del hotel: «Vamos al Mato Grosso bonsai», nos decía).
Fue durante esos diálogos demorados cuando Rulfo me reveló su admiración por el suizo Ramuz, y el primero en recomendarme que leyese a mi tocayo Ryszard Kapuscinski, por aquél entonces un ilustre desconocido, pero no para él. Recuerdo asimismo que una mañana, cuando llegué al comedor de su hotel, me miró con sorna: “Me han dicho que ayer te vieron con la Presencia Divina”. Y efectivamente, el día anterior yo había grabado para mi emisora una conferencia de Octavio Paz, y alguien se lo contó, y él me estuvo gastando pullas con ese motivo: Paz no era santo de su devoción.
Dentro del denso programa de Horizontes 82 estaba incluida una lectura pública de Juan Rulfo.
Como es habitual en estos casos en Alemania, otra persona leería asimismo la traducción al alemán. En Berlín, a sugerencia mía, se leyó primero la traducción y luego el original, y no al revés, que suele ser lo mostrenco. Argüí que a la parte del público que desconocía el castellano, podría servirle de ayuda haber oído antes la traducción para mejor entender la prosa de Rulfo. Se aceptó mi idea, y esa traducción la leyó nadie menos que Günter Grass, haciendo gala de una modestia y de un compañerismo excepcionales en un autor de su categoría.
Lo que más presente tengo aún de aquella tarde es la cara de Grass cuando a continuación suya leía Rulfo el original maravilloso, con su voz jalisciense inconfundible, y el público (en el que se contaban muchos hispanos, y bastantes alemanes duchos en nuestro idioma) se echaba a reír en algunos momentos. Günter Grass, tan fogueado en lecturas de viva voz, miraba de inmediato el mismo pasaje en su ejemplar traducido de El llano en llamas, y en su cara se pintaba el desconcierto. Pienso sobre todo en la carcajada unánime que sonó al leer Rulfo estas líneas:
– ¿Dices que el Gobierno nos ayudará, profesor? ¿Tú conoces al Gobierno?
Les dije que sí.
– También nosotros lo conocemos. Da esa casualidad. De lo que no sabemos nada es de la madre del Gobierno.
Yo les dije que era la Patria. Ellos movieron la cabeza diciendo que no. Y se rieron. Fue la única vez que he visto reír a la gente de Luvina. Pelaron sus dientes molenques y me dijeron que no, que el Gobierno no tenía madre.
Al estallar aquí las risas del público, Grass miró más inquieto que nunca las páginas que tenía delante: ¿no le habrían dado quizás la traducción de un texto distinto del que leía Rulfo?
Años después, en El Escorial, en 1994, tuve ocasión de confirmárselo. La traducción de Luvina y el original de ese cuento incomparable son hermanos mellizos, sí, pero no gemelos.
Publicado originalmente en El Espectador.