Julio Benítez: ‘En Glendale no hay ladrones’
“En Glendale no hay ladrones”, cuentos de Julio Benítez. Editorial Ogue. Edición: José Manuel Rodríguez Walteros. 100 páginas, 2009.
¿Qué traemos de nuestros países de origen con nosotros a Estados Unidos? Propiedades no, porque o no las teníamos o las dejamos allá o las perdimos. ¿Recuerdos? Pero los recuerdos se quedan adentro, martirizándonos. Nos obligan a buscar comida del terruño, música típica, arrimarnos a quienes son como uno.
El lenguaje. Nuestro idioma, con sus modismos locales, con sus palabras sabrosas y significativas, con sus dichos y chistes que como sólo nosotros entendemos, son como un código cifrado, secreto. Eso, el lenguaje, es lo que trajimos de allí, lo que llevamos con nosotros y exponemos a diario: es nuestro business card.
Algunos de nosotros nos quedamos en el limbo para siempre. Para siempre inmigrantes, para siempre con acento divertido. Con el tiempo, sin poseer el inglés, vamos olvidando el español. Si queremos evitarlo, podemos convertirnos en escritores en el exilio.
Julio Benítez hace el camino al revés. En lugar de quedarse en el español de Cuba, o de repudiarlo e incorporar el inglés – que domina – a sus escritos, el cuentista incorpora las lenguas transitorias de los hispanos en Estados Unidos y las hace suyas: el Spanglish, ese caló imposible porque cada uno lo habla de manera única e irrepetible. El lenguaje de los inmigrantes mexicanos. Palabras en argentino, en colombiano. Los códigos de los pandilleros, de los borrachos, de los muertos y asesinos, de los perdidos y las jóvenes bellas y trágicas. El cambio de idiomas, cuento por cuento, sugiere su uso como recurso literario primordial, que define la voz narrativa como un personaje omnipresente, invisible, que todo lo ve. El idioma, entonces, es el conducto, el hilo por donde Julio Benítez nos lleva en los acantilados, quebradas y desfiladeros de sus relatos. Ese es el aire.
La tierra de los cuentos de Benítez no es la del terruño. No son los terrones que recordamos, ni los lugares preciosos que nuestra memoria de escritores inmigrantes nos obliga a congelar y colgar de una pared falsa. No: es el sur de California.
Julio Benítez amalgama dos presencias: la del estadounidense, hispano, hombre del pueblo, hablador de distintas lenguas, y la del que vino de allá sabiendo todo lo que sabe. Porque los sitios que aparecen en sus páginas son reales, las impresiones que causan son verdaderas, hasta el olor que emana es concreto: Tujunga. Glendale, Van Nuys, Long Beach, Sherman Oaks, Malibu, Beverly Hills, Pasadena, La Crescenta, la calle Sunset, la avenida Santa Mónica…
Lo que Benítez escribe es literatura en español del Sur de California. No la crea, pero la afianza. No es el primero en inventarla, pero la inventa igual y distinta. Lo decide desde el primer párrafo del libro: “Glendale es como la puerta este del Valle. Más allá nacen las elevaciones y La Cañada y la Crescenta…” (5).
En “La leyenda de un trompetista” aparecen los lares cubanos, Guantánamo, las provincias y recovecos de una isla inasible. Se defiende la cubanidad. Se la exhibe con el coloquialismo acentuado y acertado, “Tu me entiendes” (70). Se la confronta con el mexicanismo y el localismo. El aquí y el allá: “esas edificaciones se veían más feas que las construcciones de bloque y techo de concreto que llenaron mi pueblo por décadas” (73). El allá no siempre es mejor: “…la casota de mis papás en Zacatecas que ya una vez robaron toda. Son unos rateros mano pero este USA sí es grande que aquí sí pudimos reemplazarlo todo y mejor” (“El Viaje de Pancho”, 31). Y la comparación me recuerda a mi propio abuelo Alejandro, quien se negó a emigrar de Buenos Aires adonde llegó de Rusia a Estados Unidos porque “aquí soy Don Alejandro/ allí seré Don nadie”.
Pero hay otro Don Alejandro, el de “El Corrido de Van Nuys”. Benítez hace allí un análisis de la psicología de masas: la sospecha generalizada, las inferencias ilógicas, el torcimiento de la realidad para que cuaje en un pensamiento hostil, el rechazo de la realidad por las apariencias, todo lo que hace que el pueblo, o la plebe, condenen a Don Alejandro. ¿Quienes son? Hay de todo, pero allí aparecen los salvadoreños, los sobrevivientes de torturas y asesinatos y escuadrones de la muerte de tiempos de la guerra. Una guerra que de esa manera transladan a las calles aburridas de Van Nuys. Una guerra para la que los de por allá no están preparados: «Tú ni siquiera has vivido en una ciudad porque eres de rancho y no te quiero asustar con estas historias» (La equivocación de Adalberto, 67).
Estamos en el epicentro de un torbellino de mutaciones. El idioma de Benítez cambia en cada cuento, así como cambiamos nosotros. En “La equivocación de Adalberto”, repleto de las palabras pandilleriles, testigo de la vida y muerte de un mexicano en Tujunga, se descifra la mutación: “Todos nos quedamos medio espantados y boquiabiertos cuando el que fue paisa se volvió homie” (64).
Lo que se transmuta y metamorfosea es, al final de cuentas, nuestra identidad de inmigrantes. De eso trata toda la escritura en el exilio. “…por más que uno trata de pasar por ciudadano de primera no se sabe cómo lo van a tratar a uno ni si te van [a] estereotipar aún cuando te sientas un… glendeliano”; “…y por eso mucha gente de otras razas me mira con cara extraña” (3); y “…para colmo soy hispano cubano y debería residir en Miami adonde todos gritan y comen con ajo y les gusta el frito y el ron y nadie sabe qué es una margarita ni mucho menos eso de tacos…” (4).
Estamos en Los Angeles, indudablemente. Estos cuentos son angelinos. Me escribe Benítez: “Como muchos cubanos sentimos que es una ciudad hostil, adonde no se valora al latino debidamente, aunque en mi caso el rechazo y tal vez el odio se fue transformando en amor; Los Angeles es un mundo eterno”.
Detrás está el pasado. Ahora es una sociedad que no llega a ser crisol de razas pero que sí destruye parte del orgullo de origen. Ausente pero omnipotente la Migra es la amenaza, el castigo para los “ilegales”. “Me dijo yo voy a entregarlo a la migra. ¿Comprende? Officer, I am a citizen” (13). En «La Peña del Desierto» se plantea un apocalipsis político donde los «ilegales» son perseguidos, hostigados, encarcelados por el total de las fuerzas de seguridad estadounidenses y por millones.
Y así me lleva Benítez, a quien conozco desde hace unos años por frecuentar la peña La Luciérnaga, de cuadro en cuadro, de cuento en cuento, creando ficciones afianzadas en su vida y la mía, describiendo el caos a veces con estructura caótica, otras cíclica y simbólica (como en el profundo “Anónimos del Valle”). “En cuanto al reflejo de la realidad como literatura”, me escribe Benítez, “no es realidad sino también imaginación para confundir al lector”. Para despertar su atención, digo. Para hacerle descreer de todo y llevarlo entonces por caminos inusitados. Escribe sobre la Peña (“La Peña del Desierto”), como sobre el poderoso Valle (el de San Fernando), yendo de la realidad a la fantasía basada en ésta, al surrealismo, («En el camino del sur advirtieron la ausencia de múltiples edificios, algunas casas y uno que otro negocio. Habían sido borrados como si nunca hubieran radicado allí»; La Peña del desierto, 23) porque eso es lo que dan las palabras: la capacidad de crear mundos.
El libro de Julio Benítez es pues una importante contribución a una literatura migrante del Los Angeles hispano.
Me gusta ese afan de crear mundos. La posibilidad de la emigracion/inmigracion permite esto. Y otra de las cosas que me atrae es los enlaces humanos que se descubren, en tu caso, Gabriel con los de un cubano, Benitez, quien ha logrado que el talento de sus palabras se universalice con su Glendale y su region sur de California. Hay un trasunto de vasos comunicantes, de confabulacion creativa entre tu, Gabriel, hebreo y argentino o viceversa, y Benitez, cubano y californiano estadounidense, una complicidad subterra que aflora mediante la literatura y la experiencia compartida en esta tierra. Y yo breve y humildemente me uno a ella, en una felicitacion y saludo muy cordial a mi colega, por sus cuentos, y a ti por tu vision estetica y humana de interpretar y valorar una realidad, que es nuestro pan de cada dia.